Una historia de amor de cuatro décadas

Una historia de amor de cuatro décadas

La mirada que contiene el destello la belleza.

VOLVER A LA FUENTE. Pérez Reverte dialoga con LA GACETA Literaria en el Alvear, en Buenos Aires, hotel donde se inspiró para su última y lograda novela. FOTO DE DANIEL DESSEIN
19 Mayo 2013

NOVELA

EL TANGO DE LA GUARDIA VIEJA

ARTURO PÉREZ-REVERTE

(Alfaguara - Buenos Aires)

En el centro de la novela, una historia de amor, la de Max Costa con Mecha Inzunza, una mujer joven cuya mirada contiene el destello de la belleza y de la inteligencia, una mujer hermosa que baila muy bien el tango y que además es la esposa de Armando De Troeye, un compositor musical de la talla de Ravel. Max Costa fue chofer de un millonario, antiguo legionario en Marruecos, experto ladrón de guante blanco, bailarín de salón, seductor constante y silencioso tahúr. Se conocen rumbo a Buenos Aires a bordo del Cap Polonio, un trasatlántico con lujosos salones de baile, arañas resplandecientes y acogedores camarotes.

Durante ese viaje comienza un amor que durará cuatro décadas, en un recorrido por el tiempo de ambos personajes, a través de la Guerra Civil Española y de la Guerra Fría.

En el centro de la novela, además, la atmósfera que ha generado en el mundo entero el tango, esa forma musical que usa el idioma de los reos pero cuya aura es siempre sinónimo de elegancia, decoro, astucia y seducción.

En los flancos de la novela, intrincadas historias accesorias, tramas de espionaje, negociados con funcionarios de regímenes totalitarios como los de Mussolini o Franco, torneos de ajedrez, y otras historias laterales que llenan el libro del mejor modo: no siendo simple relleno, sino interesantes relatos que convergen en los personajes centrales: Max Costa y Mecha Inzunza.

Ritmo constante

Es un libro muy logrado, escrito por un generador de best-sellers de calidad, como buena parte de la crítica española lo llama, pues Pérez-Reverte es también autor de la saga Las aventuras del capitán Alatriste y El asedio, éxitos comerciales no depreciados por académicos. El tango de la guardia vieja reafirma ese ejercicio de erudición aplicada, tan propia del autor.

Los ambientes descritos han sido escrupulosamente estudiados, desde los discos de Rita Pavone que suenan en ocasiones, hasta los encendedores Dupont o algún sobre de cocaína que tiembla, vacío, en una mesa de cabaret. Todo detalle está cuidadosamente colocado en su preciso lugar. Aunque quizá esto último no sea exactamente una virtud del libro, ya que esa especie de puntillismo deja entrever, como por una rendija, algo de la arquitectura del relato, lo cual tiende a aniquilar la magia. De todos modos, el libro vibra a ritmo constante a lo largo de toda esta historia de tango, con muchos de los componentes de que el tango está hecho: una mujer, un hombre, la música, el ajedrez, la evocación, la nostálgica madurez y el amor.

© LA GACETA

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César Di Primio


Fragmento de El tango de la Guardia Vieja*

Por Arturo Pérez-Reverte


El fumoir-café del transatlántico comunicaba las cubiertas de paseo de primera clase de babor y estribor con la de popa, y Max Costa se dirigió allí durante la pausa de la cena, sabiendo que a esa hora estaría casi vacío. El camarero de guardia le puso un café solo y doble en una taza con el emblema de la Hamburg-Südamerikanische. Tras aflojarse un poco la corbata blanca y las pajaritas del cuello almidonado, fumó un cigarrillo junto al ventanal por el que, entre los reflejos de la luz interior, se adivinaba la noche afuera, con la luna bañando la plataforma de popa. Poco a poco, a medida que se despejaba el comedor, fueron apareciendo pasajeros que ocuparon las mesas; de modo que Max se puso en pie y salió del recinto. En la puerta se apartó para dejar paso a un grupo masculino con cigarros en las manos, en el que reconoció a Armando de Troeye. El compositor no iba acompañado por su mujer, y mientras caminaba por la cubierta de paseo de estribor hacia el salón de baile, Max la buscó entre los corrillos de señoras y caballeros cubiertos con abrigos, gabardinas y capas, que tomaban el aire o contemplaban el mar. La noche era agradable, pero el Atlántico empezaba a picarse con marejada por primera vez desde que zarparon de Lisboa; y aunque el Cap Polonio estaba dotado de modernos sistemas de estabilización, el balanceo suscitaba comentarios de inquietud. El salón de baile estuvo poco frecuentado el resto de la noche, con muchas mesas vacías, incluida la habitual del matrimonio De Troeye. Empezaban a producirse los primeros mareos, y la velada musical fue corta. Max tuvo poco trabajo; apenas un par de valses, y pudo retirarse pronto.

Se cruzaron junto al ascensor, reflejados en los grandes espejos de la escalera principal, cuando él se disponía a bajar a su cabina, situada en la cubierta de segunda clase. Ella se había puesto una capa de piel de zorro gris, llevaba en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba sola y se dirigía hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de un rápido vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al balanceo, pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría una incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella con un escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la cabeza Max, cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho o diez pasos. El último lo dio despacio, pensativo, antes de pararse. Qué diablos, se dijo. Nada pierdo con probar, concluyó. Con las oportunas cautelas.

La encontró en seguida, paseando a lo largo de la borda, y se detuvo ante ella con naturalidad, en la débil claridad de las bombillas cubiertas de salitre. Seguramente había ido en busca de brisa para evitar el mareo. La mayor parte del pasaje hacía lo contrario, encerrándose en cabinas de las que tardaba días en salir, víctima de sus propios estómagos revueltos. Por un momento Max temió que siguiera adelante, haciendo ademán de no reparar en él. Pero no fue así. Se lo quedó mirando, inmóvil y en silencio.

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*Alfaguara.


MIRADAS DE PÉREZ-REVERTE

El oficio de escribir

"No soy un artista, soy un escritor profesional, un tipo que cuenta historias de una forma eficaz. Intento que el lector comparta mi mundo, mi mirada y, sobre todo, que me siga a lo largo de un recorrido. El oficio de escribir, al igual que cualquiera, requiere herramientas. Estructuras, géneros narrativos y aprendizajes que vienen de la vida, el sentido común y las lecturas. Dostoievski, con Crimen y castigo, puede enseñarnos cómo se comporta alguien que va a matar a otro. Conrad puede enseñarnos cómo describir el mar. No quiero transformar la literatura sino contar historias que funcionen." 

El proceso de una novela

"La última fase de la escritura de una novela es terrible. Es como una mujer a la que uno amó mucho y dejó de amar; al final uno desea que se vaya con otro. Es la fase de la corrección. La primera fase es maravillosa, es como enamorarse. Hay una historia que te seduce, de la que uno quiere saber todo. Tengo la suerte de poder viajar a los lugares donde transcurre mi historia y es lo que hago. Compro los libros que me pueden dar información valiosa para la historia, investigo, recorro los lugares por donde circulan mis personajes."

Los modales del pasado

"En el pasado había elementos imprescindibles para acceder a ciertos ambientes. La vestimenta o el comportamiento eran credenciales necesarias. El protagonista de la novela logra imitar adecuadamente ciertas maneras e incorporar lo que requiere para ingresar al mundo al que apunta. Por suerte todos esos elementos, injustos y superfluos, hoy no son necesarios para ser aceptado. Pero la desaparición de toda una serie de códigos innecesarios coincidió con la desaparición de otros que sí eran valiosos. Cuando estaban enterrando a mi padre, logré escuchar que uno de sus amigos decía 'era un hombre honrado y un caballero'. Me parecía un epitafio perfecto para alguien que en efecto había sido ambas cosas. Mi padre murió hace 20 años y quien dijo la frase había nacido en 1918. Hoy esas palabras equivalen a decir que se es tonto". 

La dignidad

"Los jóvenes creen que la vida te da certezas. Pero cuando más grande te haces, aumenta tu incertidumbre. Mis novelas cuentan historias de personas que van perdiendo certezas y plantean cómo se arreglan para sobrevivir con lo que les queda. Cuando la vida te ha quitado los motivos éticos de los que te agarrabas para mantenerte erguido ante los vendavales de la vida, la estética puede ser una ética. En la vida se puede comprar todo: un hombre, una mujer, un periódico, una causa. Todo excepto la dignidad. O la tienes o no la tienes. Y eso se nota. La dignidad no es más que elegancia moral." 


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