El jardín de los mundos que se ramifican

El jardín de los mundos que se ramifican

Adelanto de Borges y la física cuántica (Siglo Veintiuno Editores)

28 Abril 2013

Por Alberto Rojo *

El 9 de julio de 1985, por pura casualidad, crucé unas palabras con Borges. Recuerdo la fecha porque era el día después de mi casamiento: antes de partir a nuestra luna de miel, mi mujer y yo fuimos a saludar a mis padres que se alojaban en el hotel Dorá, en la calle Maipú al 900. Mi madre me tomó del brazo y me acercó al comedor. Las mesas estaban vacías, salvo una, y ahí estaba Borges, sentado junto a una mujer (posiblemente, Estela Canto), con quien hablaba por momentos en inglés y por momentos en castellano. Diría que me sentí frente a un personaje de ficción; paralizado por la fascinación de comprobar que su figura se correspondía con las fotografías que había visto publicadas en distintos medios gráficos, lo examiné como se mira a las estatuas, que no pueden devolvernos la mirada. Llevaba un traje oscuro, una corbata prolija, y en su plato había una austera porción de arroz blanco. Mi padre me convenció de que nos acercáramos a charlar con él.

Esperamos que terminara de almorzar y cuando el mozo, que lo trataba de "maestro", le trajo una taza con un saquito de té, fuimos hasta su mesa. Mi padre inició el diálogo y Borges, que se mostró encantado con la idea de conversar, nos regaló algunas fábulas de su erudición. Habló de Dios, del Minotauro, y criticó duramente a Ortega y Gasset ("Lo conocí en su visita a la Argentina y me pareció cero").

Mi única intervención en la charla fue comentarle que algunos textos de física hacían referencia a su obra. Por entonces yo finalizaba mi licenciatura en el Instituto Balseiro, y en esa ocasión aludí a las citas a La lotería en Babilonia, cuento en el que el autor reflexiona sobre el azar y el determinismo.

Borges me habló de su ignorancia en materia de física con una respuesta desconcertante que yo habría de mencionar luego hasta el cansancio en conversaciones informales con colegas.

Una anécdota personal con Borges es una gran excusa para la humana vanidad, puesto que, como todos sabemos, su fama es un universo en constante expansión. Por ejemplo, la biblioteca de la Universidad de Michigan tiene más de quinientos libros sobre él, pero pocos saben que era un hombre accesible, que hablaba igual con un notable como con un desconocido.

Desde ese día, para mí revelador y venturoso, me he encontrado con varias citas de Borges en textos científicos y de divulgación científica: menciones a La biblioteca de Babel para ilustrar las paradojas de los conjuntos infinitos y la geometría fractal, referencias a la taxonomía fantástica del doctor Franz Kuhn en El idioma analítico de John Wilkins (un favorito de neurocientíficos y lingüistas), invocaciones a Funes el memorioso para presentar sistemas de numeración, y hasta una cita de El libro de arena en un artículo bastante reciente sobre la segregación de mezclas granulares.

En todos estos casos, las citas y referencias funcionan como ejemplos metafóricos que dan brillo a la prosa opaca de las explicaciones técnicas. Sin embargo, El jardín de senderos que se bifurcan es una deslumbrante excepción a esa regla, ya que allí Borges propone sin saberlo (no podría haberlo sabido) una solución a un problema de la física cuántica todavía no resuelto. Publicado en 1941, El jardín... se anticipa de manera prácticamente literal a la tesis de doctorado de Hugh Everett III, dada a conocer en 1957 con el título Relative State Formulation of Quantum Mechanics, a la que Bryce DeWitt habría de popularizar como

La interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuántica (The Many Worlds Interpretation of Quantum Mechanics). 

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* Físico, escritor y músico tucumano. Profesor de Física de la Universidad de Oakland.

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