11 Abril 2013
Por <b>Carlos Duguech</b>, analista de política internacional. Un Jueves Santo, el 11 de abril de 1963, Juan XXIII publicó la Carta encíclica "Pacem in terris", que adquirió notoriedad porque estaba dirigida a los ligados a la Iglesia y "a todos los hombres de buena voluntad". Eran tiempos difíciles -en plena guerra fría- que tuvo un ícono de increíble permanencia trágica: el muro de Berlín, levantado apenas dos años antes de la encíclica y que por ello mismo revela un contexto en el que se difundió con inocultable claridad y firmeza.
Baste transcribir un párrafo referido a la carrera de armamentos: "vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías espirituales y materiales".
En otro de los párrafos significativos de la encíclica leemos: "la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías. No se debe permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas y sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez sobre la humanidad".
Derechos y deberes
A lo largo de su lectura vamos encontrando en "Pacem in terris" (Paz en la tierra) subtítulos que denotan el plan de abordaje de la situación mundial por parte del "profético Juan XXIII", al decir de Juan Pablo II. En el capítulo "Ordenación de las relaciones civiles" expresa: "hemos de hablar primeramente del orden que debe regir entre los hombres. La persona humana, sujeto de derechos y deberes. En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto".
Y enumera y desarrolla cada uno de esos derechos: derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida, a la buena fama, a la verdad y a la cultura, al culto divino, a la propiedad privada, de reunión y asociación, de residencia y emigración. Todos y cada uno desarrollados en un texto claro y contundente.
En el capítulo "Los deberes del hombre" la encíclica precisa: "los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible. El deber de respetar los derechos ajenos, de colaborar con los demás, de actuar con sentido de responsabilidad".
Cuatro pilares
Toda la encíclica es un compendio de un tratado de derechos humanos, de derecho internacional público y un formidable y bien estructurado alegato en contra de la guerra; a la vez diseñando la estructura de un mundo de paz por imperio de la cultura de la paz y sobre la base de cuatro pilares de significativa contextura.
Muy bien los señaló Juan Pablo II en su mensaje en ocasión de la Jornada Mundial por la Paz, el 1 de enero de 2003: "con su espíritu clarividente, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. La verdad -dijo- será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás".
"El amor será fermento de paz cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones...", dice Juan Pablo II.
Para cierre vale decir que el Concilio Vaticano II -ese hito extraordinario de la Iglesia- fue obra de Juan XXIII, el autor de esta cincuentenaria encíclica.
Baste transcribir un párrafo referido a la carrera de armamentos: "vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías espirituales y materiales".
En otro de los párrafos significativos de la encíclica leemos: "la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías. No se debe permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas y sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez sobre la humanidad".
Derechos y deberes
A lo largo de su lectura vamos encontrando en "Pacem in terris" (Paz en la tierra) subtítulos que denotan el plan de abordaje de la situación mundial por parte del "profético Juan XXIII", al decir de Juan Pablo II. En el capítulo "Ordenación de las relaciones civiles" expresa: "hemos de hablar primeramente del orden que debe regir entre los hombres. La persona humana, sujeto de derechos y deberes. En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto".
Y enumera y desarrolla cada uno de esos derechos: derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida, a la buena fama, a la verdad y a la cultura, al culto divino, a la propiedad privada, de reunión y asociación, de residencia y emigración. Todos y cada uno desarrollados en un texto claro y contundente.
En el capítulo "Los deberes del hombre" la encíclica precisa: "los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible. El deber de respetar los derechos ajenos, de colaborar con los demás, de actuar con sentido de responsabilidad".
Cuatro pilares
Toda la encíclica es un compendio de un tratado de derechos humanos, de derecho internacional público y un formidable y bien estructurado alegato en contra de la guerra; a la vez diseñando la estructura de un mundo de paz por imperio de la cultura de la paz y sobre la base de cuatro pilares de significativa contextura.
Muy bien los señaló Juan Pablo II en su mensaje en ocasión de la Jornada Mundial por la Paz, el 1 de enero de 2003: "con su espíritu clarividente, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. La verdad -dijo- será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás".
"El amor será fermento de paz cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones...", dice Juan Pablo II.
Para cierre vale decir que el Concilio Vaticano II -ese hito extraordinario de la Iglesia- fue obra de Juan XXIII, el autor de esta cincuentenaria encíclica.
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