08 Febrero 2013
Ramona siente que el Estado la abandonó
Tras 16 años de trabajo como partera en el Hospital de Lules, Ramona Carmona se contagió de una tuberculosis que le afectó la columna vertebral. Tiene 64 años y todavía sueña con volver a su puesto. Vendió todo para seguir el tratamiento y ahora lucha para que el Subsidio contemple su rehabilitación.
INMOVILIZADA. Carmona perdió el 70% de la fuerza en la pierna derecha y el 50% en la izquierda.
Hasta el momento en que el médico alzó por primera vez la placa radiográfica y la colocó en el visor, ella pensaba que el dolor de espalda era pasajero. Nada grave. O tal vez, en su interior sabía que a partir de ahí su vida cambiaría para siempre y por eso dilató la consulta.
Ramona Lucrecia Carmona se paseaba por los pasillos y las salas de parto del Hospital de Lules apoyándose con los codos en las camillas y en las mesadas. No se podía mantener en pie de otra forma, pero insistía en que era algo pasajero. Mientras tanto, las parturientas seguían circulando y ella, como podía, las ayudaba a traer a sus hijos al mundo.
En diciembre de 1994 no dio más y se tomó vacaciones. No tanto para descansar, sino para comenzar a visitar a los médicos. "Me hacían estudios en la columna lumbosacra (la parte baja de la espalda) y no aparecía nada. Lo único que podían hacer era infiltrarme para calmarme el dolor, que a partir de entonces se convirtió en parte de mi vida", recuerda sin soltar el trípode que la ayuda a desplazarse.
Pensaron que estaba somatizando, que sus dolencias estaban en la cabeza y no en el resto del cuerpo. Se decidió, y en febrero del 95 consultó con un neurólogo. Tres días la tuvieron internada haciéndole estudios múltiples y apuntando a lo que se había convertido en un colgajo en la parte alta de la espalda. Tras varias interconsultas, el equipo médico concluyó que Ramona padecía el mal de Pott, que no es una tuberculosis en la columna vertebral. La única alternativa, y la más urgente, era el quirófano: le colocaron una placa estabilizadora de metal para sostenerle la columna, que se caía a pedazos.
Indemnización tardía
"Yo me contagié trabajando, fue una infección intrahospitalaria. Más de 1.000 niños trajeron al mundo estas manos -dice Ramona, mostrando las palmas- y 10 años tuve que esperar para que saliera el juicio de indemnización. Lo que me pagaron fue casi lo mismo que me costó la primera operación, en 1995, que eran $ 20.470. Para pagarla, mi hijo tuvo que vender su auto porque el Subsidio de Salud no la cubrió. Después vendimos la casa para poder comprar los medicamentos que tenía que tomar", relata, y los ojos se les vuelven a llenar de lágrimas. "Nos quedamos sin nada y encima mi marido se quedó sin su trabajo en Grafa... de mal en peor", añadió.
La segunda operación llegó al año siguiente, en 1996. Le extrajeron restos de los huesos pulverizados de la columna y los analizaron. Ahí vino una buena. "Los bacilos de la tuberculosis estaban muertos. El tratamiento con medicamentos que había estado haciendo dio resultado, pero las consecuencias ya eran irremediables", lamenta Ramona y repite como un mantra las palabras "tiempo perdido".
Más de 300 pastillas
Ramona vive hoy en una pieza alquilada en Lules, su ciudad natal. Además de su trípode, encuentra apoyo en Nicolás Lencina, su marido. Entre su sueldo de jubilada por discapacidad y el de él como sereno de la provincia juntan $ 4.000 al mes. La mayor parte del dinero se va en las más de 300 pastillas mensuales que toma Ramona y en la fisioterapia que recibe de manera particular. "Conseguimos que el Subsidio contemple los medicamentos después de mucho tiempo de lucha y con un amparo de por medio. No me dan los remedios que me receta el médico sino otros más baratos y tengo que hacer un trámite larguísimo cada tres meses para obtenerlos. Lo que no pude conseguir es que me paguen la rehabilitación, y ya casi no puedo caminar. He perdido mucho tiempo, y tengo que trabajar duro para recuperar algo de movilidad", dice desolada.
Según Ramona, el Subsidio de Salud sólo le autoriza un tratamiento en el Ceprir (Centro Privado de Rehabilitación), pero eso a ella no le da resultado. "Necesito una atención mucho más personalizada y hacer ejercicios mañana y tarde, cinco días a la semana. Me lo dijeron unos médicos cubanos que consulté en Buenos Aires. El Ceprir atiende a muchísima gente y a todos juntos; yo fui, pero no me sirvió de nada. El Subsidio no me cubre ni siquiera el traslado al Ceprir y cada vez me puedo movilizar menos".
Ramona tiene los nudillos desgastados de golpear puertas, pero sigue insistiendo. Siente que los 16 años que trabajó para el Estado fueron muy mal recompensados, pero aún así piensa volver al hospital.
"Mi sueño es trabajar. Sería una distracción y una forma de olvidarme del dolor insoportable que siento todo el tiempo -confiesa-. Los médicos ya me lo dijeron y tengo que hacerme a la idea de aprender a vivir con el dolor".
En diciembre de 1994 no dio más y se tomó vacaciones. No tanto para descansar, sino para comenzar a visitar a los médicos. "Me hacían estudios en la columna lumbosacra (la parte baja de la espalda) y no aparecía nada. Lo único que podían hacer era infiltrarme para calmarme el dolor, que a partir de entonces se convirtió en parte de mi vida", recuerda sin soltar el trípode que la ayuda a desplazarse.
Pensaron que estaba somatizando, que sus dolencias estaban en la cabeza y no en el resto del cuerpo. Se decidió, y en febrero del 95 consultó con un neurólogo. Tres días la tuvieron internada haciéndole estudios múltiples y apuntando a lo que se había convertido en un colgajo en la parte alta de la espalda. Tras varias interconsultas, el equipo médico concluyó que Ramona padecía el mal de Pott, que no es una tuberculosis en la columna vertebral. La única alternativa, y la más urgente, era el quirófano: le colocaron una placa estabilizadora de metal para sostenerle la columna, que se caía a pedazos.
Indemnización tardía
"Yo me contagié trabajando, fue una infección intrahospitalaria. Más de 1.000 niños trajeron al mundo estas manos -dice Ramona, mostrando las palmas- y 10 años tuve que esperar para que saliera el juicio de indemnización. Lo que me pagaron fue casi lo mismo que me costó la primera operación, en 1995, que eran $ 20.470. Para pagarla, mi hijo tuvo que vender su auto porque el Subsidio de Salud no la cubrió. Después vendimos la casa para poder comprar los medicamentos que tenía que tomar", relata, y los ojos se les vuelven a llenar de lágrimas. "Nos quedamos sin nada y encima mi marido se quedó sin su trabajo en Grafa... de mal en peor", añadió.
La segunda operación llegó al año siguiente, en 1996. Le extrajeron restos de los huesos pulverizados de la columna y los analizaron. Ahí vino una buena. "Los bacilos de la tuberculosis estaban muertos. El tratamiento con medicamentos que había estado haciendo dio resultado, pero las consecuencias ya eran irremediables", lamenta Ramona y repite como un mantra las palabras "tiempo perdido".
Más de 300 pastillas
Ramona vive hoy en una pieza alquilada en Lules, su ciudad natal. Además de su trípode, encuentra apoyo en Nicolás Lencina, su marido. Entre su sueldo de jubilada por discapacidad y el de él como sereno de la provincia juntan $ 4.000 al mes. La mayor parte del dinero se va en las más de 300 pastillas mensuales que toma Ramona y en la fisioterapia que recibe de manera particular. "Conseguimos que el Subsidio contemple los medicamentos después de mucho tiempo de lucha y con un amparo de por medio. No me dan los remedios que me receta el médico sino otros más baratos y tengo que hacer un trámite larguísimo cada tres meses para obtenerlos. Lo que no pude conseguir es que me paguen la rehabilitación, y ya casi no puedo caminar. He perdido mucho tiempo, y tengo que trabajar duro para recuperar algo de movilidad", dice desolada.
Según Ramona, el Subsidio de Salud sólo le autoriza un tratamiento en el Ceprir (Centro Privado de Rehabilitación), pero eso a ella no le da resultado. "Necesito una atención mucho más personalizada y hacer ejercicios mañana y tarde, cinco días a la semana. Me lo dijeron unos médicos cubanos que consulté en Buenos Aires. El Ceprir atiende a muchísima gente y a todos juntos; yo fui, pero no me sirvió de nada. El Subsidio no me cubre ni siquiera el traslado al Ceprir y cada vez me puedo movilizar menos".
Ramona tiene los nudillos desgastados de golpear puertas, pero sigue insistiendo. Siente que los 16 años que trabajó para el Estado fueron muy mal recompensados, pero aún así piensa volver al hospital.
"Mi sueño es trabajar. Sería una distracción y una forma de olvidarme del dolor insoportable que siento todo el tiempo -confiesa-. Los médicos ya me lo dijeron y tengo que hacerme a la idea de aprender a vivir con el dolor".