Por Alvaro Simon Padrós
13 Enero 2013
SORPRENDIDOS. Pocos espectadores en Tafí del Valle llevaron paraguas, pese a que el pronóstico anunciaba lluvias.
"Ya va a pasar", eran las palabras optimistas que se oían ayer por la mañana en los alrededores de Tafí del Valle. La gente trataba de canalizar las buena vibra hacia la esperanza. En fin, la tormenta no tardó en empapar el valle y las muecas de tristeza se esparcieron irrefrenables. El frío y el agua cayendo a borbotones obligó a los fierreros a refugiarse en el primer lugar que encontraban. Algunos se escondieron en sus autos, otros en sus carpas y varios, los más, le pusieron el pecho a las gotas y con tan solo paraguas, plásticos e impermeables intentaron combatir esa 'ducha' de los cielos. Inoportuna, por cierto. Eso sí, pronosticada.
El descontento general tomó ribetes dramáticos cuando las radios sintonizables dejaron correr el rumor de que los autos y los camiones del Dakar no serpentearían la ruta de los Valles. ¡Los autos y los camiones!, insistía uno. "Qué quiebre", acompañaba otro. Luego, el rumor se disipó cuando se constató que los automóviles dakarianos si cruzarían el enlace de la zona.
A Sergio Walter Iglesias, mecánico de profesión y confeso amante de la Fórmula 1, la falsa noticia (la ausencia de los coches) lo desmoralizó por completo. Viajó desde la capital tucumana para cumplir el sueño de su vida: vitorear el rally de esos pilotos héroes que sólo veía en la tele. Pero fue mientras salaba la carne del asado que se disponía a cocinar a la vera de la ruta, junto a sus amigos de toda la vida, que intuyó lo peor. Las primeras gotas mojaron la sal, las segundas apagaron las brasas del fuego que calentaba la parrilla, las terceras (el diluvio) boicotearon su fantasía. "El deporte motor es el más lindo de todos. Igual, ya era. Esta lluvia nos aguó el asado", dijo Iglesias, mientras se secaba el rostro con una toalla. Uno de sus amigos inseparables, Mauricio "El Ñato" Nieva, chapista nato, no bien advirtió el malestar de su par, acercó una botella a la mesa en la que se esparcían los choris y las entrañitas. "Somos asadores acuáticos", bromeó y agarró el pico de la botella y ahogó la pena de su compañero y la propia. Iglesias no reía. Se quitó la capucha del impermeable que tenía puesto y se dejó sumergir por el aguacero. A simple vista, daba la sensación de que no reiría durante el resto del día.
El olor a pasto mojado adornó cada rincón del valle. En La Quebradita, al amparo del Cristo tafinisto, seis automóviles estacionados hacían de guarida para los hinchas del Dakar. Los vidrios empañados no permitían ver lo que sucedía adentro. El cronista de LG Deportiva no tuvo más remedio que golpear una de las ventanillas para pedir un techo. Alfredo Viltez, docente de la Escuela Agrotécnica de Tafí, abrió la puerta trasera e invitó al periodista. "Estos vehículos (los del rally) se paseaban en África y en lugares del mundo muy lejanos. Ahora podemos ver estos maquinones de cerca", explicó. En el interior del rodado descansaban su hermano Hugo, su esposa Eliana y su hijo Ezequiel. El pequeño, de 7 años, jugaba con un autito en miniatura. "No me daría miedo subirme a uno de esos autos de carrera. Espero verlos derrapar en la esquina", aseguró el joven. La familia esperaba el estertor de los motores. Tuvieron que aguardar varias horas, porque ellos habían acampado en el predio de La Quebradita a la madrugada. Pasado el mediodía, luego de que la lluvia amainara y trajera paz a la montaña, Ezequiel volvió a jugar con su cochecito. Lo trasladaba por el tapizado de los asientos del auto en el que viajaba. Hacía muecas y rugía emulando la furia de los motores que había oído en la TV de su cuarto. De pronto, su gruñido se prolongó demasiado, cobró fuerza y se mimetizó con el frenesí de las primeras motos que llegaban a Tafí. El valle les daba la bienvenida.
El descontento general tomó ribetes dramáticos cuando las radios sintonizables dejaron correr el rumor de que los autos y los camiones del Dakar no serpentearían la ruta de los Valles. ¡Los autos y los camiones!, insistía uno. "Qué quiebre", acompañaba otro. Luego, el rumor se disipó cuando se constató que los automóviles dakarianos si cruzarían el enlace de la zona.
A Sergio Walter Iglesias, mecánico de profesión y confeso amante de la Fórmula 1, la falsa noticia (la ausencia de los coches) lo desmoralizó por completo. Viajó desde la capital tucumana para cumplir el sueño de su vida: vitorear el rally de esos pilotos héroes que sólo veía en la tele. Pero fue mientras salaba la carne del asado que se disponía a cocinar a la vera de la ruta, junto a sus amigos de toda la vida, que intuyó lo peor. Las primeras gotas mojaron la sal, las segundas apagaron las brasas del fuego que calentaba la parrilla, las terceras (el diluvio) boicotearon su fantasía. "El deporte motor es el más lindo de todos. Igual, ya era. Esta lluvia nos aguó el asado", dijo Iglesias, mientras se secaba el rostro con una toalla. Uno de sus amigos inseparables, Mauricio "El Ñato" Nieva, chapista nato, no bien advirtió el malestar de su par, acercó una botella a la mesa en la que se esparcían los choris y las entrañitas. "Somos asadores acuáticos", bromeó y agarró el pico de la botella y ahogó la pena de su compañero y la propia. Iglesias no reía. Se quitó la capucha del impermeable que tenía puesto y se dejó sumergir por el aguacero. A simple vista, daba la sensación de que no reiría durante el resto del día.
El olor a pasto mojado adornó cada rincón del valle. En La Quebradita, al amparo del Cristo tafinisto, seis automóviles estacionados hacían de guarida para los hinchas del Dakar. Los vidrios empañados no permitían ver lo que sucedía adentro. El cronista de LG Deportiva no tuvo más remedio que golpear una de las ventanillas para pedir un techo. Alfredo Viltez, docente de la Escuela Agrotécnica de Tafí, abrió la puerta trasera e invitó al periodista. "Estos vehículos (los del rally) se paseaban en África y en lugares del mundo muy lejanos. Ahora podemos ver estos maquinones de cerca", explicó. En el interior del rodado descansaban su hermano Hugo, su esposa Eliana y su hijo Ezequiel. El pequeño, de 7 años, jugaba con un autito en miniatura. "No me daría miedo subirme a uno de esos autos de carrera. Espero verlos derrapar en la esquina", aseguró el joven. La familia esperaba el estertor de los motores. Tuvieron que aguardar varias horas, porque ellos habían acampado en el predio de La Quebradita a la madrugada. Pasado el mediodía, luego de que la lluvia amainara y trajera paz a la montaña, Ezequiel volvió a jugar con su cochecito. Lo trasladaba por el tapizado de los asientos del auto en el que viajaba. Hacía muecas y rugía emulando la furia de los motores que había oído en la TV de su cuarto. De pronto, su gruñido se prolongó demasiado, cobró fuerza y se mimetizó con el frenesí de las primeras motos que llegaban a Tafí. El valle les daba la bienvenida.
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