Por Silvia De Las Cruces
22 Octubre 2012
Los ojos verdes de "Mili" conmueven mucho más que las atrocidades que la rodean. Esa mirada cargada de la inocencia propia de una niñita de cinco años, condenada a crecer en La Costanera, le hubiese roto el corazón a cualquiera. "¿Vas al jardín?" "Sí, cuando mi mamá me lleva", responde con voz angelical mientras carga en los brazos a una beba que -intuyo- debe ser su hermana. Las dos están descalzas en medio de la tierra, la basura, las moscas y el calor. Ninguna de las mujeres que están sentadas afuera del velorio de José Daniel Palavecino, el adolescente asesinado el viernes a la noche, parece ser su madre.
Y ella está ahí. Sola. A dos metros de un grupo de hombres que toman vino y fuman "paco". Con toda su ingenuidad y la ignorancia del mundo que existe afuera de ese barrio, está parada mirándome. Notar que siento más miedo que ella me lleva, inevitablemente, a replantearme muchas cosas. ¿En qué momento esa zona invadida de casillas se convirtió en el mismo infierno? ¿Cuántos de nosotros sabemos que ahí, a pocos minutos de nuestras casas, la gente vive así?
"Acá no existe el alumbrado público", comenta una vecina y de inmediato imagino cómo serán las noches en ese lugar donde los pasillos reemplazan a las calles, las casas no tienen puertas y los niños conviven con la vulnerabilidad. Es, ni más ni menos, la marginalidad humana en su máxima expresión.
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