30 Septiembre 2012
UN CURIOSO. La postal de todas las mañanas: José y su diario, una costumbre que adoptó desde chico. LA GACETA / FOTOS DE ANALIA JARAMILLO
A José Suppa su papá, Vicente, le leía el diario mientras él y un hermano tostaban el maní que después iban a salir a vender por las calles arriba del carro tirado por Chicho, el caballo. Vicente (o Vicenzo, como era su nombre de pila) llegó desde Italia expulsado por la miseria de la Primera Guerra Mundial. Ese pedazo de papel que le ensuciaba las manos era lo único que lo conectaba con su tierra calabresa.
Con los años, para uno de los hijos de Vicente, José, el diario se transformaría en la escuela a la que no pudo seguir yendo porque no tenía zapatillas y eso lo hacía sentirse diferente. Y también se convertiría en su "mejor amigo después del perro".
"Don Pepe", como lo conocen todos los vecinos de Villa Alem tiene un ritual que nadie puede interrumpir: sentarse en la esquina del almacén que ahora atienden sus hijos y leer durante horas LA GACETA. Todos lo conocen en el barrio y casi nadie pasa sin lanzar un "Adiós, Don Pepe". Toda una institución, él y su diario.
"A veces lee una edición vieja para que nadie se lo pida prestado", cuenta Felipa, una de sus hijas, mientras el asiente con una sonrisa pícara. "No le gusta que le pidan el diario", agrega Felipa.
No le importa que las noticias hayan pasado o que le digan "¡Don Pepe eso ya es viejo!". Él estudia el diario, lo disfruta.
"Para mí algunos periodistas son como poetas. ¡Con qué calidad narran las cosas!", dice.
A veces recorta las cartas de los lectores o alguna nota que le haya gustado. Después de leer la tapa lo da vuelta y comienza por Policiales hasta que llega a la página de Opinión. De ahí arranca por Política y luego pasa al suplemento Deportes y a Tucumanos. Nada queda sin leer. "Aunque a veces ya no me queda aquí", ríe Don Pepe y se da golpecitos con el dedo en la cabeza.
Si no termina y tiene que interrumpir la lectura para ayudar a alguno de sus hijos en el almacén, entonces, lo dobla y se lo mete en el bolsillo trasero. "No sea cosa que se lo saquen", explica Felipa.
Según Pepe enterarse de todo por el diario lo saca "de la oscuridad". Como ya estructuró su mañana leyendo el diario, cuando viaja es un problema. "Una vez en Buenos Aires me caminé 30 cuadras preguntando si recibían LA GACETA".
Alma ambulante
La infancia de José y de sus 10 hermanos estuvo llena de privaciones. Sus padres primero se instalaron en Lules y luego llegaron hasta Villa Alem cuando no había nada, solo caña de azúcar. Los varones tuvieron que salir a trabajar. A José le daban para que vendiera maní en invierno y achilata en verano. Él se iba en el carro hasta Lastenia y volvía cuando había hecho una buena venta.
Cuando fue más grande trabajó como peón en el ingenio Amalia. "Yo cobraba y le daba el sobre cerrado a mi madre para que ella lo usara", recuerda José.
Con sacrificio su padre, Vicente, que también era vendedor ambulante pudo abrir una verdulería al lado de la casa, la misma en la que hoy vive José y su esposa, María Antonia Lanza, con quien lleva 53 años de casados y tienen seis hijos, 18 nietos y tres bisnietos (uno de ellos en camino).
José cuenta que su madre se casó con su papá cuando tenía 14 años. Ella era de Sicilia y también había llegado con toda su familia en busca de las oportunidades que América prometía. "Ellos vinieron a trabajar mucho y eso es lo que nos inculcaron a nosotros", sostiene José.
José llegó hasta el tercer grado de la escuela 301 y luego la dejó. Iba descalzo y eso hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones. Tampoco pedía que le compraran ropa porque dice que pensaba que no se la merecía, prefería esperar que algo le quedara chico a sus hermanos para heredarlo.
Con esa idea de sacrificio crió a sus hijos y hoy todos trabajan como comerciantes en el barrio y algunos son profesionales. "Me acuerdo que cuando tenía que hacer algún trabajo para la escuela, de historia o de política, le preguntaba a él y siempre sabía. Todo lo había aprendido leyendo el diario", recuerda Felipa que es maestra de grado.
Muchas cosas cambiaron en Villa Alem desde que José nació. De eso ya se cumplirán 80 años mañana lunes. De los cañaverales no quedan ni rastros, la tierra fue cubierta por el asfalto y los Años Nuevos ya no se festejan en la calle ni se pasa a saludar a todos los vecinos luego del brindis. Pero Don Pepe en el esquina de Matheu y Las Heras con el diario en la mano perece inmutable.
Con los años, para uno de los hijos de Vicente, José, el diario se transformaría en la escuela a la que no pudo seguir yendo porque no tenía zapatillas y eso lo hacía sentirse diferente. Y también se convertiría en su "mejor amigo después del perro".
"Don Pepe", como lo conocen todos los vecinos de Villa Alem tiene un ritual que nadie puede interrumpir: sentarse en la esquina del almacén que ahora atienden sus hijos y leer durante horas LA GACETA. Todos lo conocen en el barrio y casi nadie pasa sin lanzar un "Adiós, Don Pepe". Toda una institución, él y su diario.
"A veces lee una edición vieja para que nadie se lo pida prestado", cuenta Felipa, una de sus hijas, mientras el asiente con una sonrisa pícara. "No le gusta que le pidan el diario", agrega Felipa.
No le importa que las noticias hayan pasado o que le digan "¡Don Pepe eso ya es viejo!". Él estudia el diario, lo disfruta.
"Para mí algunos periodistas son como poetas. ¡Con qué calidad narran las cosas!", dice.
A veces recorta las cartas de los lectores o alguna nota que le haya gustado. Después de leer la tapa lo da vuelta y comienza por Policiales hasta que llega a la página de Opinión. De ahí arranca por Política y luego pasa al suplemento Deportes y a Tucumanos. Nada queda sin leer. "Aunque a veces ya no me queda aquí", ríe Don Pepe y se da golpecitos con el dedo en la cabeza.
Si no termina y tiene que interrumpir la lectura para ayudar a alguno de sus hijos en el almacén, entonces, lo dobla y se lo mete en el bolsillo trasero. "No sea cosa que se lo saquen", explica Felipa.
Según Pepe enterarse de todo por el diario lo saca "de la oscuridad". Como ya estructuró su mañana leyendo el diario, cuando viaja es un problema. "Una vez en Buenos Aires me caminé 30 cuadras preguntando si recibían LA GACETA".
Alma ambulante
La infancia de José y de sus 10 hermanos estuvo llena de privaciones. Sus padres primero se instalaron en Lules y luego llegaron hasta Villa Alem cuando no había nada, solo caña de azúcar. Los varones tuvieron que salir a trabajar. A José le daban para que vendiera maní en invierno y achilata en verano. Él se iba en el carro hasta Lastenia y volvía cuando había hecho una buena venta.
Cuando fue más grande trabajó como peón en el ingenio Amalia. "Yo cobraba y le daba el sobre cerrado a mi madre para que ella lo usara", recuerda José.
Con sacrificio su padre, Vicente, que también era vendedor ambulante pudo abrir una verdulería al lado de la casa, la misma en la que hoy vive José y su esposa, María Antonia Lanza, con quien lleva 53 años de casados y tienen seis hijos, 18 nietos y tres bisnietos (uno de ellos en camino).
José cuenta que su madre se casó con su papá cuando tenía 14 años. Ella era de Sicilia y también había llegado con toda su familia en busca de las oportunidades que América prometía. "Ellos vinieron a trabajar mucho y eso es lo que nos inculcaron a nosotros", sostiene José.
José llegó hasta el tercer grado de la escuela 301 y luego la dejó. Iba descalzo y eso hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones. Tampoco pedía que le compraran ropa porque dice que pensaba que no se la merecía, prefería esperar que algo le quedara chico a sus hermanos para heredarlo.
Con esa idea de sacrificio crió a sus hijos y hoy todos trabajan como comerciantes en el barrio y algunos son profesionales. "Me acuerdo que cuando tenía que hacer algún trabajo para la escuela, de historia o de política, le preguntaba a él y siempre sabía. Todo lo había aprendido leyendo el diario", recuerda Felipa que es maestra de grado.
Muchas cosas cambiaron en Villa Alem desde que José nació. De eso ya se cumplirán 80 años mañana lunes. De los cañaverales no quedan ni rastros, la tierra fue cubierta por el asfalto y los Años Nuevos ya no se festejan en la calle ni se pasa a saludar a todos los vecinos luego del brindis. Pero Don Pepe en el esquina de Matheu y Las Heras con el diario en la mano perece inmutable.
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