Por Magena Valentié
27 Septiembre 2012
Si todo el barrio decidiera hacer silencio unos segundos, el zumbido de las moscas sería atronador.
"¿Querés saber lo que hacemos...? ¡'Vení! ¡Seguinos!", desafía, divertida, la hermana Patricia Silva. Su rostro trigueño es el de una perfecta tucumana -nació en Banda del Río Salí - pero su tonada olvidó los orígenes desde que entró al mundo sin naciones de las religiosas. Esta vez no sube en su bicicleta como todos los días; ella y la hermana Ada Fiorini (italiana)
aceptan cruzar en el auto de LA GACETA la autopista que separa la casa de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio del barrio La Costanera, donde tienen su "misión".
"Ehhh! Ahí van las hermanas! ¡Hola!", gritan dos chicos descalzos que apuran el paso sobre el barro blando. "Bueeenas ...", saluda sonriente una señora de unos 70 años que también camina descalza. Hace 20 años, La Costanera era sólo una villa pobre a la orilla del río Salí; hoy sigue siendo una villa pobre pero está llena de adolescentes y de niños cuya única preocupación es conseguir droga.
"¿Cómo están tus chicos? ¿Qué te dijeron en el CAPS?", le pregunta la hermana Patricia a una chica con la que se cruza en el angosto camino de tierra que lleva al barrio. Un barro espeso, negro y pestilente surca el centro de la callecita y obliga a bajarse del auto e ir en fila india. "La culpa es del agua de lo que lavan en las casas", explica mientras salta para esquivar los charcos Yuli Romero, una mamá "líder" (así las llaman en el grupo católico Redinfa, que trabaja en el barrio). Hace tres años, Yuli guió a las hermanas por el laberinto de pasillos de la villa hasta que aprendieron a entrar y a salir solas.
La sabiduría de escuchar
La pequeña comunidad de religiosas se completa con la hermana Teresia Martinello, de 73 años, también italiana. Las tres viven en una modesta casita del arzobispado al lado de la capilla Divino Maestro.
Los ojos azules de la hermana Teresia siguen el baile monótono de la aguja de su bordado. Cintia Ordóñez la imita. "La hermana nos enseña muchas cosas, pero sobre todo nos escucha", dice la vecina. La religiosa también visita a los enfermos en sus mínimas casitas de madera, que en vez de puerta tienen cortinas de plástico, y que son reconstruidas, una y otra vez, por culpa de las tormentas de verano. Se acerca hasta sus camas y los escucha, les habla, les da aliento tratando de encender un punto de luz en la oscuridad de su vida. Teresia nació en Padua, cerca de donde era San Antonio. A los 21 años se consagró a la vida religiosa, en la que ya lleva 52.
"Tenemos muchos enfermos epiléticos, como 10, entre chicos y grandes, y otros con cáncer", comenta la hermana Patricia. "¡Es esta basura que hay por todas partes la que baja las defensas, y la gente se enferma!", protesta Roxana Lucero, otra de las madres líderes que acompaña al grupo.
Pero nadie quiere quejarse de la basura. Es el medio de vida de la mayoría de los vecinos. Son cartoneros, se sustentan con el material que juntan en carros tirados por caballos mal alimentados y débiles. A un costado de la casa clasifican todo: plásticos, chatarra, cartones, vidrio… Hasta los más chicos se suman, desde que aprenden a caminar. Y descalzos y a mano pelada ayudan y se exponen a contagiarse cualquier cosa.
Saludos de pasada
El vaciadero más grande está al fondo del barrio. En esas montañas de desperdicios los pies se hunden en colchones de inmundicia y bolsas de plástico abiertas. El hedor y las moscas son insoportables. A lo lejos se divisan dos cabezas que sobresalen. "Ahí se están drogando", avisa Yuli. Son dos adolescentes. Se paran y se acercan al grupo. Están descalzos. Uno carga una tenaza grande y el otro, una campera abrigada, aunque hace calor. "Las han levantado por ahí", dice Yuli. Tienen las pupilas dilatadas y tratan de no mirar a los ojos. Se tambalean un poco, parecen borrachos. Aun así reconocen a las hermanas y las saludan con un beso, pero rápido, como de pasada.
La hermana Patricia los detiene. Les da pan y chupetines que saca de la bolsa que siempre lleva. "Es nuestra manera de acercarnos a ellos. Por ahí los vemos tirados en las calles del barrio, mojándose cuando llueve, y les llevamos mate cocido y pan. Así nos ganamos la confianza y les empezamos a mostrar que hay otro camino, que es la esperanza, que los va a sacar de todo esto", dice la religiosa mientras va saliendo del laberinto.
¿Nunca se desmoralizan? La hermana Ada sonríe. "Cuesta un poco, sí. Trabajamos con los chicos para lograr que entren a la Fazenda de la Esperanza (instituciones de rehabilitación), la de Aguilares o las de otras provincias, porque en el barrio es muy difícil que dejen la droga. Es un largo camino de preparación, tienen que ir por propia voluntad. Pero no es fácil. Una vez enviamos a un chico a una fazenda de Buenos Aires, y cuando llegó lo primero que hizo fue sacar droga de la mochila. Ahí nomás lo mandaron de vuelta. Es duro; sin embargo, no nos decepcionamos. Hay que seguir insistiendo, porque en algún momento se produce ese clic que los ayuda a querer abandonar la droga. Entonces, vale la pena esperar, como se espera a un amigo", dice la hermana sin dejar de sonreír.
Oraciones donadas
Esa sonrisa tiene motivos. "Nuestro carisma es ofrecer la vida a las almas del Purgatorio y a los que viven en situación de Purgatorio en esta tierra. Hacemos los tres votos (pobreza, obediencia y castidad) y un cuarto, un acto heroico de caridad que es mantener nuestro carisma aun después de la muerte". ¿Cómo es esto? "Hemos donado todas las oraciones que se recen por nosotras cuando ya no estemos. Era un pedido de nuestro fundador, el beato Francesco Faá di Bruno", explica la hermana Ada.
"Bueno, ya nos conocen", dice la hermana Patricia y pone fin a la entrevista. "Esto es lo que hacemos: ayudar a buscar lo que otros creen que está perdido, la esperanza", resume, y levanta su mano en un gesto para decir adiós y para espantar una última mosca que sigue revoloteando alrededor de su cabeza.
Eligieron el lugar más pobre y desamparado
La congregación italiana de Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio estuvo 23 años en la capilla de la Santa Cruz, de avenida Las Américas al 600. Logró levantar un gran templo con el apoyo de la comunidad, y luego se puso a disposición del entonces arzobispo de Tucumán, monseñor Luis Héctor Villalba. Quería otro lugar para misionar, el más pobre y desamparado. Hace tres años comenzaron a trabajar allí y hace un año se mudaron definitivamente. Su casa quedó para monseñor Villalba y ellas se fueron a la pequeña y modesta vivienda de Lola Mora al 300, frente a la Costanera.
"¿Querés saber lo que hacemos...? ¡'Vení! ¡Seguinos!", desafía, divertida, la hermana Patricia Silva. Su rostro trigueño es el de una perfecta tucumana -nació en Banda del Río Salí - pero su tonada olvidó los orígenes desde que entró al mundo sin naciones de las religiosas. Esta vez no sube en su bicicleta como todos los días; ella y la hermana Ada Fiorini (italiana)
aceptan cruzar en el auto de LA GACETA la autopista que separa la casa de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio del barrio La Costanera, donde tienen su "misión".
"Ehhh! Ahí van las hermanas! ¡Hola!", gritan dos chicos descalzos que apuran el paso sobre el barro blando. "Bueeenas ...", saluda sonriente una señora de unos 70 años que también camina descalza. Hace 20 años, La Costanera era sólo una villa pobre a la orilla del río Salí; hoy sigue siendo una villa pobre pero está llena de adolescentes y de niños cuya única preocupación es conseguir droga.
"¿Cómo están tus chicos? ¿Qué te dijeron en el CAPS?", le pregunta la hermana Patricia a una chica con la que se cruza en el angosto camino de tierra que lleva al barrio. Un barro espeso, negro y pestilente surca el centro de la callecita y obliga a bajarse del auto e ir en fila india. "La culpa es del agua de lo que lavan en las casas", explica mientras salta para esquivar los charcos Yuli Romero, una mamá "líder" (así las llaman en el grupo católico Redinfa, que trabaja en el barrio). Hace tres años, Yuli guió a las hermanas por el laberinto de pasillos de la villa hasta que aprendieron a entrar y a salir solas.
La sabiduría de escuchar
La pequeña comunidad de religiosas se completa con la hermana Teresia Martinello, de 73 años, también italiana. Las tres viven en una modesta casita del arzobispado al lado de la capilla Divino Maestro.
Los ojos azules de la hermana Teresia siguen el baile monótono de la aguja de su bordado. Cintia Ordóñez la imita. "La hermana nos enseña muchas cosas, pero sobre todo nos escucha", dice la vecina. La religiosa también visita a los enfermos en sus mínimas casitas de madera, que en vez de puerta tienen cortinas de plástico, y que son reconstruidas, una y otra vez, por culpa de las tormentas de verano. Se acerca hasta sus camas y los escucha, les habla, les da aliento tratando de encender un punto de luz en la oscuridad de su vida. Teresia nació en Padua, cerca de donde era San Antonio. A los 21 años se consagró a la vida religiosa, en la que ya lleva 52.
"Tenemos muchos enfermos epiléticos, como 10, entre chicos y grandes, y otros con cáncer", comenta la hermana Patricia. "¡Es esta basura que hay por todas partes la que baja las defensas, y la gente se enferma!", protesta Roxana Lucero, otra de las madres líderes que acompaña al grupo.
Pero nadie quiere quejarse de la basura. Es el medio de vida de la mayoría de los vecinos. Son cartoneros, se sustentan con el material que juntan en carros tirados por caballos mal alimentados y débiles. A un costado de la casa clasifican todo: plásticos, chatarra, cartones, vidrio… Hasta los más chicos se suman, desde que aprenden a caminar. Y descalzos y a mano pelada ayudan y se exponen a contagiarse cualquier cosa.
Saludos de pasada
El vaciadero más grande está al fondo del barrio. En esas montañas de desperdicios los pies se hunden en colchones de inmundicia y bolsas de plástico abiertas. El hedor y las moscas son insoportables. A lo lejos se divisan dos cabezas que sobresalen. "Ahí se están drogando", avisa Yuli. Son dos adolescentes. Se paran y se acercan al grupo. Están descalzos. Uno carga una tenaza grande y el otro, una campera abrigada, aunque hace calor. "Las han levantado por ahí", dice Yuli. Tienen las pupilas dilatadas y tratan de no mirar a los ojos. Se tambalean un poco, parecen borrachos. Aun así reconocen a las hermanas y las saludan con un beso, pero rápido, como de pasada.
La hermana Patricia los detiene. Les da pan y chupetines que saca de la bolsa que siempre lleva. "Es nuestra manera de acercarnos a ellos. Por ahí los vemos tirados en las calles del barrio, mojándose cuando llueve, y les llevamos mate cocido y pan. Así nos ganamos la confianza y les empezamos a mostrar que hay otro camino, que es la esperanza, que los va a sacar de todo esto", dice la religiosa mientras va saliendo del laberinto.
¿Nunca se desmoralizan? La hermana Ada sonríe. "Cuesta un poco, sí. Trabajamos con los chicos para lograr que entren a la Fazenda de la Esperanza (instituciones de rehabilitación), la de Aguilares o las de otras provincias, porque en el barrio es muy difícil que dejen la droga. Es un largo camino de preparación, tienen que ir por propia voluntad. Pero no es fácil. Una vez enviamos a un chico a una fazenda de Buenos Aires, y cuando llegó lo primero que hizo fue sacar droga de la mochila. Ahí nomás lo mandaron de vuelta. Es duro; sin embargo, no nos decepcionamos. Hay que seguir insistiendo, porque en algún momento se produce ese clic que los ayuda a querer abandonar la droga. Entonces, vale la pena esperar, como se espera a un amigo", dice la hermana sin dejar de sonreír.
Oraciones donadas
Esa sonrisa tiene motivos. "Nuestro carisma es ofrecer la vida a las almas del Purgatorio y a los que viven en situación de Purgatorio en esta tierra. Hacemos los tres votos (pobreza, obediencia y castidad) y un cuarto, un acto heroico de caridad que es mantener nuestro carisma aun después de la muerte". ¿Cómo es esto? "Hemos donado todas las oraciones que se recen por nosotras cuando ya no estemos. Era un pedido de nuestro fundador, el beato Francesco Faá di Bruno", explica la hermana Ada.
"Bueno, ya nos conocen", dice la hermana Patricia y pone fin a la entrevista. "Esto es lo que hacemos: ayudar a buscar lo que otros creen que está perdido, la esperanza", resume, y levanta su mano en un gesto para decir adiós y para espantar una última mosca que sigue revoloteando alrededor de su cabeza.
Eligieron el lugar más pobre y desamparado
La congregación italiana de Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio estuvo 23 años en la capilla de la Santa Cruz, de avenida Las Américas al 600. Logró levantar un gran templo con el apoyo de la comunidad, y luego se puso a disposición del entonces arzobispo de Tucumán, monseñor Luis Héctor Villalba. Quería otro lugar para misionar, el más pobre y desamparado. Hace tres años comenzaron a trabajar allí y hace un año se mudaron definitivamente. Su casa quedó para monseñor Villalba y ellas se fueron a la pequeña y modesta vivienda de Lola Mora al 300, frente a la Costanera.
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