Por Carlos Páez de la Torre H
15 Agosto 2012
SOLDADOS FEDERALES. Según Terán, unitarios y federales, en su enconada lucha, ya no sabían qué disidencias los separaban. LA GACETA / ARCHIVO
Es conocido que el pensamiento del doctor Juan B. Terán (1880-1938) hincó en profundidad sobre el pasado argentino. En una de sus indagaciones, afirmaba que el "provincialismo" había alimentado el espíritu faccioso en toda nuestra historia.
A su juicio, la larga y sangrienta pendencia entre unitarios y federales no era sino "una lucha a muerte de dos facciones que no sabían, al fin, dónde estaba la disidencia que las había precipitado en la lucha fratricida". Le inquietaba (a fines de la década de 1920, en la que escribía) el surgimiento de un "amor por las teorías federalistas" y por la exaltación de los caudillos.
Mecida por "la poesía de la evocación y el sentimiento lugareño", se abría paso la idea de que "el federalismo es una fuerza sagrada de nuestra historia". A su juicio, la fuerza que tuvieron ciertas ideas en el pasado no las fijaba como inevitables, y que "el porvenir está en contrarrestarlas y enervarlas, y no complacernos con ellas". Esto le parecía mucho más comprobable en el federalismo. Era "sólo un resto del pasado", defendido por "la pasión lugareña, más ciega cuanto más pequeño es el ámbito que la caldea".
Pensaba que la grandeza del país estaba en haber creado una obra superior a su artífice: "es ley de la vida que los hijos entierren a los padres". A su criterio, el federalismo era cosa del pasado y pervivía como fórmula escrita que en el fondo dañaba a las provincias y les creaba falsos conceptos. "Sólo la Nación pudo dar vida nueva a las provincias. No la hubieran tenido jamás como entidades solas, hostiles, recelosas, de horizontes limitados", sostenía.
A su juicio, la larga y sangrienta pendencia entre unitarios y federales no era sino "una lucha a muerte de dos facciones que no sabían, al fin, dónde estaba la disidencia que las había precipitado en la lucha fratricida". Le inquietaba (a fines de la década de 1920, en la que escribía) el surgimiento de un "amor por las teorías federalistas" y por la exaltación de los caudillos.
Mecida por "la poesía de la evocación y el sentimiento lugareño", se abría paso la idea de que "el federalismo es una fuerza sagrada de nuestra historia". A su juicio, la fuerza que tuvieron ciertas ideas en el pasado no las fijaba como inevitables, y que "el porvenir está en contrarrestarlas y enervarlas, y no complacernos con ellas". Esto le parecía mucho más comprobable en el federalismo. Era "sólo un resto del pasado", defendido por "la pasión lugareña, más ciega cuanto más pequeño es el ámbito que la caldea".
Pensaba que la grandeza del país estaba en haber creado una obra superior a su artífice: "es ley de la vida que los hijos entierren a los padres". A su criterio, el federalismo era cosa del pasado y pervivía como fórmula escrita que en el fondo dañaba a las provincias y les creaba falsos conceptos. "Sólo la Nación pudo dar vida nueva a las provincias. No la hubieran tenido jamás como entidades solas, hostiles, recelosas, de horizontes limitados", sostenía.