05 Agosto 2012
"Yo soy el Pan de Vida". Jesús se autoproclama el alimento que da una nueva vida, la vida de la gracia, la participación en la vida misma de Dios. Ahora bien, como todo cuerpo que comienza a crecer, esta nueva vida ha de ser alimentada. Para mantener a los israelitas en su peregrinar por el desierto, Dios envió el maná, "el pan que el Señor os da de comer". Para mantener el alma y el cuerpo en el peregrinar de la fe, el Señor alimenta al cristiano con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: le da la Eucaristía.
Llegó un momento en el que los israelitas rechazaron, hastiados, el maná. Nosotros, cristianos, no debemos rechazar jamás este Pan; no debemos profanarlo (¿hacemos actos de reparación y de desagravio cuando tenemos noticia de un sagrario profanado, de unas Hostias mal tratadas?) recibiéndolo en pecado, o con frivolidad, por puros respetos humanos, o sin tener en cuenta, por ejemplo, el tiempo previo de ayuno establecido por la Iglesia.
Los frutos
La Eucaristía, como todo alimento, produce fruto. A veces la acción del Señor en nosotros es casi imperceptible, hasta que llega un momento en que nos sorprendemos habiendo reaccionado de una manera nueva, no habitual. Cristo obra en nosotros, nos va transformando en Él. No busca solamente una morada en el alma cristiana; quiere también mirar con nuestros ojos, hablar con nuestra lengua, amar con nuestro corazón, sufrir en nuestros dolores, servir con nuestra humildad, acoger con nuestra misericordia, comprender con nuestra compasión, alegrar y animar con nuestra sonrisa, compadecerse con nuestro llanto, construir con nuestro trabajo...
Por eso dice la Escritura: "Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad; vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdadera".
Este es el resultado que se producen en el alma, de aquel que se alimenta con el Pan de Vida eterna, la Eucaristía: la transformación en una nueva criatura, en una criatura que vive en la santidad, en la verdad, en la justicia y en el amor de Dios.
Verdad escondida
La Eucaristía transforma así el alma y el espíritu del cristiano, y lo guía hasta deslumbrarlo con el descubrimiento de la Verdad escondida en las palabras del Señor: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en Mí no pasará nunca sed". (Evangelio de San Juan, 6, 24-35).
Llegó un momento en el que los israelitas rechazaron, hastiados, el maná. Nosotros, cristianos, no debemos rechazar jamás este Pan; no debemos profanarlo (¿hacemos actos de reparación y de desagravio cuando tenemos noticia de un sagrario profanado, de unas Hostias mal tratadas?) recibiéndolo en pecado, o con frivolidad, por puros respetos humanos, o sin tener en cuenta, por ejemplo, el tiempo previo de ayuno establecido por la Iglesia.
Los frutos
La Eucaristía, como todo alimento, produce fruto. A veces la acción del Señor en nosotros es casi imperceptible, hasta que llega un momento en que nos sorprendemos habiendo reaccionado de una manera nueva, no habitual. Cristo obra en nosotros, nos va transformando en Él. No busca solamente una morada en el alma cristiana; quiere también mirar con nuestros ojos, hablar con nuestra lengua, amar con nuestro corazón, sufrir en nuestros dolores, servir con nuestra humildad, acoger con nuestra misericordia, comprender con nuestra compasión, alegrar y animar con nuestra sonrisa, compadecerse con nuestro llanto, construir con nuestro trabajo...
Por eso dice la Escritura: "Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad; vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdadera".
Este es el resultado que se producen en el alma, de aquel que se alimenta con el Pan de Vida eterna, la Eucaristía: la transformación en una nueva criatura, en una criatura que vive en la santidad, en la verdad, en la justicia y en el amor de Dios.
Verdad escondida
La Eucaristía transforma así el alma y el espíritu del cristiano, y lo guía hasta deslumbrarlo con el descubrimiento de la Verdad escondida en las palabras del Señor: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en Mí no pasará nunca sed". (Evangelio de San Juan, 6, 24-35).
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