Había planeado desde varias semanas antes tomarme unos días de vacaciones en Buenos Aires. Había armado una agenda de comidas, cine y música como para cambiar la rutina.
Nunca olvidaré esos días de 1982. Recuerdo llegué el primero de abril y enseguida me dí con informes y rumores que alarmaban: se planeaba un desembarco en Malvinas; iba hacia las islas un convoy de soldados para reconquistar las islas. Insólito, era poco lo que me parecía.
Al otro día, la pulsión periodística me hizo llegar hasta la sede Noticias Argentinas, la agencia en la que trabajaba como corresponsal en Tucumán.
Quería que los compañeros me contaran lo que estaba pasando: por unas horas pensé que el vino y la farra de la noche anterior me había puesto de la cabeza. Apenas pisé el octavo piso del edificio de la Prensa Argentina me di con una "cuadra" (el espacio de la Redacción) en estado de shock.
Las órdenes y los reclamos de los editores tenían un dramatismo que no había visto, ni escuchado nunca. Las teletipos (el equipo por el que viajaban los cables de noticias) transmitían a mil, los teléfonos ardían, las consignas para los acreditados se pasaban a los gritos, casi todos estaban amanecidos.
Apenas si me saludaron, los abrazos del reencuentro se transifiguraron en una súplica: "¿venís a dar una mano"?. No se cuantos segundos tardé en reaccionar, pero aun tengo clavada la imagen del director de la agencia que se me cruzó en en pasillo: "Estamos en guerra, lo vamos a necesitar jóven", me espetó el enorme Raúl García.
"¿En guerra, señor?", recuerdo que le contesté balbuceante. "Si, hombre, acabamos de desembarcar en Malvinas y eso es practicamente la guerra con Gran Bretaña", me contestó.
No tuve tiempo a nada y ni se donde dejé el abrigo: desde la otra punta ese gran tipo que fue "Cachi" Nori, que estaba a cargo del primer turno ya me había encajado tarea. "Vení Juanjo, vení, creo que tendrás que ir a un Ministerio, te vas a tener que mojar"...me plantó en la inconfudible jerga del laburo.
Me "tiraron" un grabador viejo, una libreta de anotaciones y me dieron unos vales para el taxi. Me tocó ir a cubrir lo que pasaba en el Ministerio de Defensa, después estuve en el Palacio de Hacienda. Tenía que reportar los movimientos de jefes militares y otros personajes y por supuesto, tratar de obtener declaraciones.
Las conferencias de prensa estaban prohibidas, las informaciones quedaron sujetas a una ley que imponía virtualmente censura: los editores, jefes de turnos y directores leían y acomodaban todos nuestros escritos a destajo.
La mayoría de los jefes dormía en unos sillones de la agencia, los acreditados se pasaron día y noche en sus lugares, los periodistas trabajaron doble turnos esos días. Volví a mi hotel al día siguiente: estaba empapado de sudor, por la lluvia y por la tensión del trabajo, me había olvidado de comer.
Me acompañaron (aún me siguen) como un eco las palabras del jefe : "Estamos en guerra"...fueeron unos días de adrenalina pura, de tensión.
La verdad es que un periodista cultivó la pasión por el oficio de un modo más visceral de lo que supone, pero nunca maginé que me iba tocar trabajar en una Redacción enloquecida por una cobertura así... Las redacciones de agencia fueron siempre un lugar donde el pulso de la noticia se vive a mil; la urgencia por transmitir el cable era la ley del día; la velocidad para desgrabar una entrevista se pagaba con un compensatorio.
Pero, la verdad, esos días fueron impagables para mí: la poca información que conseguí fue más valiosa que la mejor de las otras coberturas. Estuve un poco menos de 10 días en Buenos Aires, casi sin dormir, leía los diarios a las cuatro, acompañé a los jefes en las esperas de una "primicia" que casi nunca llegó; amanecí varias veces sobre un escritorio... Fueron las mejores vacaciones de mi vida, lo aseguro, aunque después del tirón necesité unos días para descansar.