Añatuya
28 Enero 2012
Por Fabián Soberón

El desierto de sal cubre el horizonte. Los animales dispersos boquean en el vacío. El sol quema las caras escuálidas de los toros y amontona los niños en las escasas sombras de los árboles raquíticos.
El tren llega lentamente a la estación de Añatuya. No es puntual el tren. Bajan pocos hombres. Uno de ellos es Roberto Arlt. Lleva ropa suelta, un cigarrillo en la mano y el anotador desprolijo. Aun no sabe qué va a escribir para El mundo. Pero ya siente el nítido ardor de la pobreza en las pupilas celestes. Atraviesa las escaleras y pisa, en silencio, la tierra blanca. El calor lo abraza a manotazos y el hambre es un grito enorme en los rincones de la estación. Arlt mira el desierto y recuerda, impensadamente, los áridos suelos de África.
Después de recorrer las quintas, advierte que el agua es un espejismo débil. Las vacas, los niños, las miradas de los niños, los árboles: todo es un reflejo hosco de la sequía.
Los que lo esperan lo llevan al hotel. Ya en la primera noche, Arlt no duerme tranquilo. Un puñal lo despierta: la desesperación del pueblo desnutrido.
Al otro día, un auto lo traslada por el monte ralo de Santiago. Las espinas y el dolor en los ojos le aplanan la mirada. El sol, tercamente, quema la felicidad de la gente. Arlt baja, incansablemente, del auto. Habla con las maestras, con los viejos, con los políticos, con los enfermos.
Cuando el crepúsculo asecha, le ofrecen regresar al hotel. Y Arlt no acepta. Quiere dormir cerca del hambre y de las estrellas. Esa noche dormirá en un rancho, al lado de la bosta de los caballos, sobre la sal espinosa del monte.

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