Por Lucía Lozano
27 Noviembre 2011
ACCESIBILIDAD. A Lali le cuesta subir las escaleras largas y les teme a las rampas sin barrales ni antideslizantes. LA GACETA / FOTOS DE EZEQUIEL LAZARTE
Tiene las manos temblorosas. Habla bajito. Naufraga en sus recuerdos. María es alta y rubia. Ha llegado a la reunión con los labios pintados, su bonito traje de colores y los ojos verdes perfilados. Se ríe. Siempre. Su rostro es un festival de gestos que remarcan las arrugas en su piel gastada. "Vine lo antes que pude", explica la abuela de 80 años. No la detuvo un trámite de último momento, detalla antes de sentarse en el bar de la Escuela para Adultos Mayores. Allí concurre todas las mañanas.
Se demoró porque al salir de su casa ningún taxi quiso levantarla. Caminó seis cuadras ("despacito y con mucho cuidado porque las veredas están destruídas"). Tampoco le resultó fácil cruzar en cada esquina. Casi al final del recorrido, en Mendoza y Rivadavia, no se amilanó ante un semáforo que estaba a punto de dar verde. "¡Que paren!", gritó con seguridad.
De joven fue maestra y después trabajó en un negocio familiar hasta que los huesos le dijeron basta. A María no le gusta sentirse inútil. No quiere ser una carga. "Muchas veces la sociedad nos hace creer que sí lo somos", explica. Las otras mujeres que están en el bar le dan la razón. En la calle, la gente va apurada, dicen. "Nos empujan y ni siquiera nos piden disculpas", reniegan quienes alguna vez fueron parte importante de la sociedad y hoy sienten que les dan la espalda.
No es fácil la vida para quienes pasaron la barrera de los 65 años. La población envejece cada vez más y las proyecciones indican que el fenómeno crecerá. Sin embargo, por ahora, la ciudad sigue siendo demasiado hostil con la tercera edad: colectivos con escalones altos, choferes que no esperan a que bajen, pasajeros que no les ceden el asiento, carteles con letras chicas, cajeros automáticos indescifrables, veredas rotas, golpes y empujones, y accesos dificultosos a los edificios. Estas fueron algunas de las situaciones que vivieron tres abuelas que accedieron a recorrer unas cuadras del centro junto a LA GACETA.
La primera experiencia fue la más dura. En Rivadavia al 200, Manuela, Lali y Marta Yolanda Gómez esperaron el colectivo. Cuando el micro llegó, se detuvo a más de dos metros de la vereda. Subir fue una odisea. Sólo una de ellas, Marta, de 70 años, logró el objetivo.
"Cuando una se hace grande la estabilidad se va perdiendo; nos cuesta subir al ómnibus y nadie nos da una mano", describe. Pero le duele aún más la actitud de algunos jóvenes que viajan con auriculares, y que para no ceder el asiento a los mayores miran para otro lado.
Las veredas también las hacen rezongar, al igual que el agua que corre por las orillas. Todas conocen a alguien que sufrió un accidente por una baldosa rota o tras resbalarse en un líquido cloacal.
Las escaleras interminables y en mal estado le ponen los pelos de punta a Lali. Tiene 77 años y hasta hace poco usaba bastón. Se esfuerza por demostrar que su estabilidad está intacta.
Lali sube la larga escalera de un edificio con mucho sacrificio y la baja con cuidado. Había una rampa en la construcción, pero ella prefirió evadirla. Está claro: cuando las hay son imposibles de usar. Porque son muy empinadas, porque no tienen barral para agarrarse ni antideslizantes.
Para cruzar una esquina hay que mirar muy bien... los autos, no los semáforos, explican. Los conductores aceleran y más de uno toca bocina para que se apuren. Los segundos no les alcanzan para pasar desde una vereda a otra, especialmente en las esquinas que no cuentan con rampas.
Unas pocas cuadras y quedan agotadas. Por eso, opinan, no sería mala idea que hubiera bancos cada 300 metros. Para la mayoría de los ancianos el sólo hecho de salir a pagar un cuenta se transforma en una odisea.
A Manuela, Lali y Marta también las desvela la inseguridad. La posibilidad de sufrir un ataque y quedar postradas para siempre. Les aterra la sola idea de convertirse en una carga para algún familiar. Y también les angustia el futuro, la soledad. "Nosotros cuidamos a nuestros padres hasta que se fueron. Pero nuestros hijos, la juventud de hoy, no tiene tiempo", dice Marta Gómez. Ella y sus compañeras reclaman abrazos. "Somos como los bebés, necesitamos cariño", confiesan.
Pedro Castillo, de 77 años, está aprendiendo a tocar la guitarra y a bailar. Así, confiesa, se siente más activo. Pero le apena que no haya tantas propuestas para la tercera edad. "Lo único que tenemos es el EPAM", dice, y destaca que la vejez de ahora es más activa, que tiene otra filosofía y mayor autonomía. Estos nuevos "abuelos" se plantean desafíos, estudian, y muchos hasta chatean con sus nietos. También están empezando a reclamar una ciudad más amigable con ellos.
Se demoró porque al salir de su casa ningún taxi quiso levantarla. Caminó seis cuadras ("despacito y con mucho cuidado porque las veredas están destruídas"). Tampoco le resultó fácil cruzar en cada esquina. Casi al final del recorrido, en Mendoza y Rivadavia, no se amilanó ante un semáforo que estaba a punto de dar verde. "¡Que paren!", gritó con seguridad.
De joven fue maestra y después trabajó en un negocio familiar hasta que los huesos le dijeron basta. A María no le gusta sentirse inútil. No quiere ser una carga. "Muchas veces la sociedad nos hace creer que sí lo somos", explica. Las otras mujeres que están en el bar le dan la razón. En la calle, la gente va apurada, dicen. "Nos empujan y ni siquiera nos piden disculpas", reniegan quienes alguna vez fueron parte importante de la sociedad y hoy sienten que les dan la espalda.
No es fácil la vida para quienes pasaron la barrera de los 65 años. La población envejece cada vez más y las proyecciones indican que el fenómeno crecerá. Sin embargo, por ahora, la ciudad sigue siendo demasiado hostil con la tercera edad: colectivos con escalones altos, choferes que no esperan a que bajen, pasajeros que no les ceden el asiento, carteles con letras chicas, cajeros automáticos indescifrables, veredas rotas, golpes y empujones, y accesos dificultosos a los edificios. Estas fueron algunas de las situaciones que vivieron tres abuelas que accedieron a recorrer unas cuadras del centro junto a LA GACETA.
La primera experiencia fue la más dura. En Rivadavia al 200, Manuela, Lali y Marta Yolanda Gómez esperaron el colectivo. Cuando el micro llegó, se detuvo a más de dos metros de la vereda. Subir fue una odisea. Sólo una de ellas, Marta, de 70 años, logró el objetivo.
"Cuando una se hace grande la estabilidad se va perdiendo; nos cuesta subir al ómnibus y nadie nos da una mano", describe. Pero le duele aún más la actitud de algunos jóvenes que viajan con auriculares, y que para no ceder el asiento a los mayores miran para otro lado.
Las veredas también las hacen rezongar, al igual que el agua que corre por las orillas. Todas conocen a alguien que sufrió un accidente por una baldosa rota o tras resbalarse en un líquido cloacal.
Las escaleras interminables y en mal estado le ponen los pelos de punta a Lali. Tiene 77 años y hasta hace poco usaba bastón. Se esfuerza por demostrar que su estabilidad está intacta.
Lali sube la larga escalera de un edificio con mucho sacrificio y la baja con cuidado. Había una rampa en la construcción, pero ella prefirió evadirla. Está claro: cuando las hay son imposibles de usar. Porque son muy empinadas, porque no tienen barral para agarrarse ni antideslizantes.
Para cruzar una esquina hay que mirar muy bien... los autos, no los semáforos, explican. Los conductores aceleran y más de uno toca bocina para que se apuren. Los segundos no les alcanzan para pasar desde una vereda a otra, especialmente en las esquinas que no cuentan con rampas.
Unas pocas cuadras y quedan agotadas. Por eso, opinan, no sería mala idea que hubiera bancos cada 300 metros. Para la mayoría de los ancianos el sólo hecho de salir a pagar un cuenta se transforma en una odisea.
A Manuela, Lali y Marta también las desvela la inseguridad. La posibilidad de sufrir un ataque y quedar postradas para siempre. Les aterra la sola idea de convertirse en una carga para algún familiar. Y también les angustia el futuro, la soledad. "Nosotros cuidamos a nuestros padres hasta que se fueron. Pero nuestros hijos, la juventud de hoy, no tiene tiempo", dice Marta Gómez. Ella y sus compañeras reclaman abrazos. "Somos como los bebés, necesitamos cariño", confiesan.
Pedro Castillo, de 77 años, está aprendiendo a tocar la guitarra y a bailar. Así, confiesa, se siente más activo. Pero le apena que no haya tantas propuestas para la tercera edad. "Lo único que tenemos es el EPAM", dice, y destaca que la vejez de ahora es más activa, que tiene otra filosofía y mayor autonomía. Estos nuevos "abuelos" se plantean desafíos, estudian, y muchos hasta chatean con sus nietos. También están empezando a reclamar una ciudad más amigable con ellos.
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