23 Octubre 2011
La gente sale a las calles y marcha. Repudia visceralmente que el Gobierno le haya dado, por un lado, la espalda al pueblo; y, por el otro, la plata de los ciudadanos a los bancos. De modo que la banca gana y los trabajadores pierden. Otra vez. Porque ya perdieron calidad de vida, estabilidad laboral, previsibilidad económica, los ahorros...
Ese fresco es, hoy, la enardecida novedad interoceánica de Occidente. Un movimiento social que, en dos palabras, recibe el nombre de "los indignados". Que va de Nueva York a Roma, pasando por España. Y más allá. Pero no más acá. Porque acá, la escena del párrafo anterior es un óleo. Uno que data de 2001. Que ya cumplió una década. Y acaso allí hay una respuesta (una de muchas) para el interrogante acerca de por qué no hay "indignados" en este país. Contra los matices coyunturales ("aquí no se protesta porque estamos bien"; "aquí no se protesta porque es un fenómeno de países ricos, cosa que la Argentina no es"), justamente, surge el filón de la historia. Es decir, aquí ya protestamos. Aquí ya nos indignamos.
Aquí gritamos "que se vayan todos", y cuando esos "todos" se quedaron, los que empezaron a irse masivamente fueron los argentinos. Esa advertencia es sólo una de las muchas navajas que contiene Qué país (Planeta, 2002), el libro que Martín Caparrós publicó en 2002, ese año en el que la Nación temblaba sin necesidad de sismos, con un subtítulo que reflejaba el terremoto nacional: Informe urgente sobre la Argentina que viene.
En esas 378 páginas, Caparrós escuchaba. A Tomás Abraham, a Luis D'Elía, a los referentes de las asambleas barriales, a "Lilita" Carrió, a Eric Calcagno, a Víctor de Gennaro, a Carlos Gabetta, a Tulio Halperín Donghi, a Jorge Lanata, a Artemio López y a muchos más. Como José Nun, que advertía que los argentinos no disponían de un concepto de libertad: se la designaba, en todo caso, por defecto: a partir de aquello que no era la libertad. Y como Raúl Zaffaroni, el actual juez de la Corte Suprema nacional, quien advertía que una huelga de ladrones pondría en jaque al capitalismo de este país. Sucintamente, porque si los delincuentes dejaran de robar, la gente guardaría la plata bajo el colchón y no la llevaría al banco. Se dejarían de vender seguros, alarmas y servicios de seguridad privada. Y muchos, pero muchos, dejarían de ir a vivir a los countries. En otras palabras, todo estaba completamente desacomodado.
Pero Caparrós, en Qué País, también hablaba. Y advertía que los síntomas del derrumbe estaban en las estadísticas pero también en los chistes de los argentinos. Fue de los primeros en notar que Jaimito ya no era "el vivo", cuando su hijo le contó "un cuento" en el que una maestra le pide a sus alumnos que cuenten qué cenaron. Y cuando Jaimito revela que tomó mate cocido, sus compañeros se burlan de él. Ya en casa, su madre le recomienda, mientras le sirve el yerbeao, que diga que comió salchichas con puré. Y eso repite en el aula. Cuando le preguntan cuántas comió, él contesta: "dos tazas". Jaimito ya no era más el sinvergüenza nacional. No. Había devenido pobre.
"Percibe su pobreza como algo inconveniente, inconfesable y trata de disimularla -describe el autor de Valfierno-. En realidad, son sus compañeros quienes le hacen entender con sus carcajadas que debe disimularla. El chiste no sólo cuenta que hay que ocultar la propia pobreza, que es una vergüenza; también dice que es un problema privado, que los que no la sufren no tienen por qué ayudar o, al menos, compadecer a los que sí".
- Después de la experiencia que vivimos hace una década en la Argentina, cuando mirás a "los indignados", ¿qué perspectivas observas para esos movimientos?
- Es muy difícil decirlo, tanto por la distancia a la que se suceden como por la prontitud. Aún así, la idea de indignación tiene que ver con una reacción emocional más que con un proyecto. Lo que resta por verse es, justamente, si puede ser un proyecto. Una cosa es "no me gusta". Otra es "propongo esto". Ahí, la diferencia. Por ahora, vemos el rechazo, que no es poco. Pero no es suficiente.
- ¿Qué observás al poner, blanco contra negro, a "los indignados" de hoy con los "cacerolazos" de ayer?
- La primer gran diferencia entre los movimientos de 2001 en la Argentina y los de 2011 en los países ricos es, precisamente, una diferencia de enemigos. Aquí se percibía como "enemigo" a los políticos, grupo confuso que era dado en llamar con ese nombre. En cambio, da la sensación de que para "los indignados", el enemigo son aquellos que son muy ricos. Y ahí se presenta un contraste sustancial. Una cosa es tomar como enemigo a un grupo que, en definitiva, es efecto de cierto orden social, como los políticos; y otra cosa es tomar como enemigo al grupo que es causa del orden social, que son los ricos.
- A 10 años de distancia, ¿cuál es tu balance de lo que dejaron los movimientos de 2001?
- No da la sensación de que hayan dado resultados demasiado notorios. Creo que, sin dudas, el resultado más visible es el kirchnerismo, con lo bueno y malo que eso significó. El kirchnerismo es el peronismo más 2001.
Está claro que el peronismo, incluyendo a los doctores Kirchner, que en los 90 fue neoliberal y privatizador y muy poco populista, escuchó los gritos de 2001 y se reconvirtió en lo que es ahora. Con el calificativo que le quieran dar. Sin 2001 y sin los reclamos, el kirchnerismo no sería esto. Justamente, el kirchnerismo sirvió como la forma de encauzar, de ordenar y de neutralizar esos reclamos. Y, como suele hacer el peronismo, entregaron un poquito para que todo volviera a una cierta calma. Para que los que pedían, precisamente, dejaran de tener la legitimidad necesaria para seguir pidiendo.
- ¿Qué le faltó a la indignación argentina para conseguir cambios reales? ¿O estos movimientos están condenados a un espasmo de protesta masiva, espontánea y legítima para después diluirse?
- No están condenados. En algunos casos, fructifican en un movimiento con proyecto. Y en otros casos, no. En 2001, daba sensación de que conseguir cambios era posible. Se lo veía en los intentos de las asambleas y de las autogestiones. Pero me parece que los argentinos somos caprichosos e impacientes, y cuando vimos que en seis meses eso no arreglaba el mundo, lo cual es perfectamente lógico, buscamos un papá. El gran sentido de 2001 era que los papás no servían, que siempre nos engañaban y que nos mentían con el cuento de los Reyes Magos. Entonces, buscamos ser nosotros mismos, sin papás, durante seis meses. Pero después buscamos un papá bueno. El gran trabajo del kirchnerismo fue restablecer la confianza en la delegación, perdida en 2001.
- Si abrimos la lente, desde la Revolución Norteamericana de fines del siglo XVIII, que encuentra como detonante los nuevos impuestos que le fija la corona británica, pasando por el estallido tras el "corralito" argentino, y llegando a "los indignados" con el "rescate" para los bancos en la crisis financiera global de estos días, las políticas fiscales parecen ser, históricamente, mecanismos que expolian a los ciudadanos hasta que ellos dicen "basta"...
- No lo había pensado en esos términos, pero es así. A lo que asistimos, en definitiva, es a una pelea por la legitimidad del Estado. Y el Estado es un hecho ferozmente ilegítimo. Encarna la idea de que debemos entregar una parte importante de lo que tenemos a cambio de cosas cada vez más intangibles. Cuando esa ilegitimidad es puesta en cuestión, a veces todo explota. La habilidad del Estado consiste en estar siempre a un centímetro de la raya, que cruza a menudo. Esa es la historia del poder: siempre juega con el borde y los límites.
A casi una década del redoblar de las cacerolas y de Qué País, Caparrós alumbró Argentinismos (Planeta, 2011). Son 400 páginas de interpelación a palabras importantísimas del perpetuo presente nacional, como Democracia, Política, Peronismo, Kirchnerismo, Setentismo, Ejército, Derechos Humanos, Segurismo, Honestismo, Presidenta, Campo, Modelo, Crispación, Militancia...
El último capítulo está dedicado, coherentemente, al Futuro. Descripto como un sustantivo masculino y singular, clasificable como argentinismo y como arcaísmo. "Eje perdido del pensamiento argentino", es la primera acepción que le da.
"La pregunta del millón -escribe- no vale cuatro guitas: ¿cuánto puede seguir un país -un pueblo- haciéndose el boludo? ¿Cuánto puede tardar en volver a pensar que, si se toma en serio, puede conseguir algo de lo que necesita? ¿Cuánto -que es mucho más que una cuestión de tiempo? O dicho de otro modo: ¿cuánto soportaremos seguir viviendo en modo aguante?". © LA GACETA
Alvaro José Aurane - Licenciado en Comunicación Social, prosecretario de Redacción y columnista político de LA GACETA. Profesor de Historia Contemporánea en la Unsta.
Ese fresco es, hoy, la enardecida novedad interoceánica de Occidente. Un movimiento social que, en dos palabras, recibe el nombre de "los indignados". Que va de Nueva York a Roma, pasando por España. Y más allá. Pero no más acá. Porque acá, la escena del párrafo anterior es un óleo. Uno que data de 2001. Que ya cumplió una década. Y acaso allí hay una respuesta (una de muchas) para el interrogante acerca de por qué no hay "indignados" en este país. Contra los matices coyunturales ("aquí no se protesta porque estamos bien"; "aquí no se protesta porque es un fenómeno de países ricos, cosa que la Argentina no es"), justamente, surge el filón de la historia. Es decir, aquí ya protestamos. Aquí ya nos indignamos.
Aquí gritamos "que se vayan todos", y cuando esos "todos" se quedaron, los que empezaron a irse masivamente fueron los argentinos. Esa advertencia es sólo una de las muchas navajas que contiene Qué país (Planeta, 2002), el libro que Martín Caparrós publicó en 2002, ese año en el que la Nación temblaba sin necesidad de sismos, con un subtítulo que reflejaba el terremoto nacional: Informe urgente sobre la Argentina que viene.
En esas 378 páginas, Caparrós escuchaba. A Tomás Abraham, a Luis D'Elía, a los referentes de las asambleas barriales, a "Lilita" Carrió, a Eric Calcagno, a Víctor de Gennaro, a Carlos Gabetta, a Tulio Halperín Donghi, a Jorge Lanata, a Artemio López y a muchos más. Como José Nun, que advertía que los argentinos no disponían de un concepto de libertad: se la designaba, en todo caso, por defecto: a partir de aquello que no era la libertad. Y como Raúl Zaffaroni, el actual juez de la Corte Suprema nacional, quien advertía que una huelga de ladrones pondría en jaque al capitalismo de este país. Sucintamente, porque si los delincuentes dejaran de robar, la gente guardaría la plata bajo el colchón y no la llevaría al banco. Se dejarían de vender seguros, alarmas y servicios de seguridad privada. Y muchos, pero muchos, dejarían de ir a vivir a los countries. En otras palabras, todo estaba completamente desacomodado.
Pero Caparrós, en Qué País, también hablaba. Y advertía que los síntomas del derrumbe estaban en las estadísticas pero también en los chistes de los argentinos. Fue de los primeros en notar que Jaimito ya no era "el vivo", cuando su hijo le contó "un cuento" en el que una maestra le pide a sus alumnos que cuenten qué cenaron. Y cuando Jaimito revela que tomó mate cocido, sus compañeros se burlan de él. Ya en casa, su madre le recomienda, mientras le sirve el yerbeao, que diga que comió salchichas con puré. Y eso repite en el aula. Cuando le preguntan cuántas comió, él contesta: "dos tazas". Jaimito ya no era más el sinvergüenza nacional. No. Había devenido pobre.
"Percibe su pobreza como algo inconveniente, inconfesable y trata de disimularla -describe el autor de Valfierno-. En realidad, son sus compañeros quienes le hacen entender con sus carcajadas que debe disimularla. El chiste no sólo cuenta que hay que ocultar la propia pobreza, que es una vergüenza; también dice que es un problema privado, que los que no la sufren no tienen por qué ayudar o, al menos, compadecer a los que sí".
- Después de la experiencia que vivimos hace una década en la Argentina, cuando mirás a "los indignados", ¿qué perspectivas observas para esos movimientos?
- Es muy difícil decirlo, tanto por la distancia a la que se suceden como por la prontitud. Aún así, la idea de indignación tiene que ver con una reacción emocional más que con un proyecto. Lo que resta por verse es, justamente, si puede ser un proyecto. Una cosa es "no me gusta". Otra es "propongo esto". Ahí, la diferencia. Por ahora, vemos el rechazo, que no es poco. Pero no es suficiente.
- ¿Qué observás al poner, blanco contra negro, a "los indignados" de hoy con los "cacerolazos" de ayer?
- La primer gran diferencia entre los movimientos de 2001 en la Argentina y los de 2011 en los países ricos es, precisamente, una diferencia de enemigos. Aquí se percibía como "enemigo" a los políticos, grupo confuso que era dado en llamar con ese nombre. En cambio, da la sensación de que para "los indignados", el enemigo son aquellos que son muy ricos. Y ahí se presenta un contraste sustancial. Una cosa es tomar como enemigo a un grupo que, en definitiva, es efecto de cierto orden social, como los políticos; y otra cosa es tomar como enemigo al grupo que es causa del orden social, que son los ricos.
- A 10 años de distancia, ¿cuál es tu balance de lo que dejaron los movimientos de 2001?
- No da la sensación de que hayan dado resultados demasiado notorios. Creo que, sin dudas, el resultado más visible es el kirchnerismo, con lo bueno y malo que eso significó. El kirchnerismo es el peronismo más 2001.
Está claro que el peronismo, incluyendo a los doctores Kirchner, que en los 90 fue neoliberal y privatizador y muy poco populista, escuchó los gritos de 2001 y se reconvirtió en lo que es ahora. Con el calificativo que le quieran dar. Sin 2001 y sin los reclamos, el kirchnerismo no sería esto. Justamente, el kirchnerismo sirvió como la forma de encauzar, de ordenar y de neutralizar esos reclamos. Y, como suele hacer el peronismo, entregaron un poquito para que todo volviera a una cierta calma. Para que los que pedían, precisamente, dejaran de tener la legitimidad necesaria para seguir pidiendo.
- ¿Qué le faltó a la indignación argentina para conseguir cambios reales? ¿O estos movimientos están condenados a un espasmo de protesta masiva, espontánea y legítima para después diluirse?
- No están condenados. En algunos casos, fructifican en un movimiento con proyecto. Y en otros casos, no. En 2001, daba sensación de que conseguir cambios era posible. Se lo veía en los intentos de las asambleas y de las autogestiones. Pero me parece que los argentinos somos caprichosos e impacientes, y cuando vimos que en seis meses eso no arreglaba el mundo, lo cual es perfectamente lógico, buscamos un papá. El gran sentido de 2001 era que los papás no servían, que siempre nos engañaban y que nos mentían con el cuento de los Reyes Magos. Entonces, buscamos ser nosotros mismos, sin papás, durante seis meses. Pero después buscamos un papá bueno. El gran trabajo del kirchnerismo fue restablecer la confianza en la delegación, perdida en 2001.
- Si abrimos la lente, desde la Revolución Norteamericana de fines del siglo XVIII, que encuentra como detonante los nuevos impuestos que le fija la corona británica, pasando por el estallido tras el "corralito" argentino, y llegando a "los indignados" con el "rescate" para los bancos en la crisis financiera global de estos días, las políticas fiscales parecen ser, históricamente, mecanismos que expolian a los ciudadanos hasta que ellos dicen "basta"...
- No lo había pensado en esos términos, pero es así. A lo que asistimos, en definitiva, es a una pelea por la legitimidad del Estado. Y el Estado es un hecho ferozmente ilegítimo. Encarna la idea de que debemos entregar una parte importante de lo que tenemos a cambio de cosas cada vez más intangibles. Cuando esa ilegitimidad es puesta en cuestión, a veces todo explota. La habilidad del Estado consiste en estar siempre a un centímetro de la raya, que cruza a menudo. Esa es la historia del poder: siempre juega con el borde y los límites.
A casi una década del redoblar de las cacerolas y de Qué País, Caparrós alumbró Argentinismos (Planeta, 2011). Son 400 páginas de interpelación a palabras importantísimas del perpetuo presente nacional, como Democracia, Política, Peronismo, Kirchnerismo, Setentismo, Ejército, Derechos Humanos, Segurismo, Honestismo, Presidenta, Campo, Modelo, Crispación, Militancia...
El último capítulo está dedicado, coherentemente, al Futuro. Descripto como un sustantivo masculino y singular, clasificable como argentinismo y como arcaísmo. "Eje perdido del pensamiento argentino", es la primera acepción que le da.
"La pregunta del millón -escribe- no vale cuatro guitas: ¿cuánto puede seguir un país -un pueblo- haciéndose el boludo? ¿Cuánto puede tardar en volver a pensar que, si se toma en serio, puede conseguir algo de lo que necesita? ¿Cuánto -que es mucho más que una cuestión de tiempo? O dicho de otro modo: ¿cuánto soportaremos seguir viviendo en modo aguante?". © LA GACETA
Alvaro José Aurane - Licenciado en Comunicación Social, prosecretario de Redacción y columnista político de LA GACETA. Profesor de Historia Contemporánea en la Unsta.
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