Por Carlos Páez de la Torre H
16 Octubre 2011
ROSAS EN LA CAMPAÑA DEL DESIERTO. El tucumano Crisóstomo Álvarez actuó como portaestandarte del futuro dictador, durante esa expedición de 1833-34. LA GACETA / IMAGENES DE ARCHIVO
La vida de Crisóstomo Alvarez terminó un caluroso día de febrero, hace 159 años, en El Manantial. La tradición asegura que ocurrió dentro de lo que es hoy finca de los herederos de don Guillermo Chenaut, cerca de la "sala" donde Germán Burmeister se alojó siete años después de ese suceso, en su visita de 1859. El sabio dibujó, inclusive, un minucioso panorama de los cerros que desde allí se desplegaban ante sus ojos.
Primero, con Rosas
Nacido en Tucumán en 1819 y bautizado Juan Crisóstomo, era Alvarez un valiente guerrero que empezó la carrera militar en la adolescencia. Viajó a Buenos Aires y entró al ejército de Juan Manuel de Rosas. Como portaestandarte de este, peleó en la campaña del desierto de 1833-34 y en la represión de la revolución de "Los Libres del Sur".
Tenía fama de hombre de coraje temerario. En la expedición al desierto, cuenta el historiador Angel J. Carranza, componía una visión terrorífica montado en pelo, "con la cabeza amarrada con un pañuelo al estilo pampa, con llamas en los ojos, espuma en los labios y los puños de la camisa vueltos atrás hasta más arriba del codo, desfigurado por el sudor, el polvo y la fiebre sangrienta del combate, blandiendo su terrible lanza". Según Benjamín Villafañe, en presencia del enemigo se transfiguraba: "parecía rodeado de cierta atmósfera, de cierto prestigio sobrenatural, que fascinaba a los suyos, les comunicaba su alma, a tal punto que el más tímido se sentía invencible a su lado".
Cambio de mando
Julio Costa lo describe como hombre "de alta estatura, nariz aguileña, tez blanca de un pálido mate, frente recta griega, mirada firme y franca, rostro raso, pequeño bigote recortado, pelo renegrido lacio y largo, peinado dividido a un lado a la moda romántica de entonces, anchas espaldas y talle esbelto". En 1840, con su tío Gregorio Aráoz de La Madrid, vino a Tucumán en misión de Rosas. Fue entonces que la formación de la Liga del Norte lo movió, junto a su jefe, a cambiar de bando y alinearse en el "Segundo Ejército Libertador" de la coalición, puesto al mando de La Madrid. Cabalgó y peleó al lado de éste en las desafortunadas campañas que siguieron. En la batalla de Angaco, narra Costa, a pesar de estar herido en un talón condujo cinco cargas de caballería y "tumbó y arrolló todo lo que se le puso adelante": entraba en combate "como un poseído o un indio, dando alaridos".
Años de exilio
En 1841, tras la derrota de Rodeo del Medio, debió exiliarse en Chile y después en Bolivia, donde se enganchó en el ejército del presidente José Ballivián. En 1845, con el general Anselmo Rojo, intentó una invasión al norte argentino para desafiar el poder de Rosas. El movimiento fracasó y determinó su baja del ejército altoperuano.
Pasó a Montevideo, pero no pudo conectarse con el general José María Paz. Afrontó más tarde una serie de peripecias; incluyeron dos años de prisión en Buenos Aires, que terminaron gracias a un pedido de Manuelita Rosas.
Luego intentó, sin éxito, establecerse con un negocio en Lima. Allí se encontraba en agosto de 1851, cuando por carta de Domingo Faustino Sarmiento supo que Urquiza se había pronunciado contra Rosas. No titubeó en secundarlo.
Invasión a Tucumán
Como no llegó a tiempo para embarcarse con el sanjuanino hacia Montevideo, concibió la arriesgada empresa de invadir Tucumán desde la ciudad chilena de Copiapó, al frente de unos 300 hombres. El gobernador rosista de Tucumán, general Celedonio Gutiérrez, se preparó a enfrentar a este audaz "salvaje unitario", que se reía de los "federales" e invocaba órdenes de Urquiza en las arrogantes intimaciones que hacía a los comandantes de campaña.
Alvarez obtuvo algunos pequeños éxitos, en Santa María, en Los Cardones, en Tapia. El gobernador decretó a la provincia en "estado de asamblea" por la invasión, y destacó una fuerte división de caballería al mando de Manuel Alejandro Espinosa para atajarla. Este batió a Álvarez en Vipos, pero no pudo impedir que se fugara hacia el sur y tomara la villa de Monteros. Desde allí, seguía lanzando tonantes intimaciones.
La emboscada
El 15 de febrero, en El Manantial, ocurrirá la definición. Espinosa supo que Alvarez convergía sobre esa zona, conjeturó el camino que habría de seguir, por el paso de El Rincón e impartió las consiguientes órdenes. Según el historiador Julio P. Avila, el jefe del ejército de Gutiérrez "eligió la parte del camino más estrecha: en ambos lados el bosque era espesísimo, predominando la tusca; la tropa se ocultó a derecha e izquierda y, en medio del más completo silencio, esperó". La fuerza de Alvarez "se presentó al amanecer de un día en que la neblina limitaba el horizonte hasta no distinguirse la silueta de una persona a quince metros de distancia". La emboscada había dado resultado, y Espinosa tenía a su presa colocada entre dos fuegos.
La captura
Poco les costó a las tropas del gobierno deshacer la caballería de los invasores. Según narra Ávila, a pesar de eso Álvarez logró fugarse del campo de batalla, pero fue tenazmente perseguido. Alcanzó a llegar hasta la zona de Los Ralos, donde su caballo fue boleado y debió rendirse. Domingo Faustino Sarmiento afirma que lo perdió "su demencia de valor, empeñado en rendir él solo un batallón de infantería".
Amarrado, los captores lo llevaron de vuelta a El Manantial. Allí las tropas provinciales habían instalado el campamento, luego de esa batalla que había devuelto la tranquilidad al gobernador. De pronto, se supo que estaba tomada la resolución de fusilarlo, junto con dos cabecillas.
De inmediato, se movilizó toda la parentela de Alvarez en Tucumán. Las señoras encargaron a los doctores Salustiano Zavalía y Uladislao Frías que gestionaran el perdón del cautivo ante el ministro interino de Gutiérrez, que era don José Posse.
"Tiene que morir"
Este, quien tenía simpatía a Alvarez, narra que a las ocho de la noche envió a Gutiérrez una esquela con un chasqui. "Antes que usted decida nada sobre la suerte de Alvarez, deseo que me escuche mañana temprano las razones que tengo para inclinarlo a una resolución generosa en la propia conveniencia de usted", decía. Con el mismo chasqui, Gutiérrez respondió que lo esperaba "mañana temprano".
Clareaba el día 16 cuando Posse llegó a El Manantial. Según su testimonio, tres horas permaneció conversando con el gobernador. Durante ese tiempo y sabedores de la misión que traía -narra Posse- "los jefes principales del campamento, menos el coronel Segundo Roca, entraban y salían del Cuartel General para hablar en secreto con Gutiérrez. Finalmente, este último se franqueó con el gestor: "es inútil que hablemos más: Alvarez tiene que morir, no puedo contrariar la voluntad de los jefes que lo han vencido". Según Posse, aquello "era la pura verdad: personalmente, Gutiérrez estaba mejor dispuesto".
El fusilamiento
A la madrugada del 17 de febrero de 1852 fue fusilado el coronel Juan Crisóstomo Alvarez, junto con sus principales compañeros de invasión, Manuel Guerra y Mariano Villagra. Algunas versiones dicen que, para denigrarlo, lo condujeron ante el pelotón "amarrado a la barriga de un caballo".
Lo acompañó hasta sus últimos instantes el jefe del Estado Mayor de Gutiérrez, coronel José Segundo Roca, "el único de los jefes que deseaba el perdón del prisionero". Por encargo de Alvarez y en prueba de gratitud por sus gestiones, Roca entregó a Posse, de su parte, una cartera atada con una cinta, para que la hiciera llegar a la viuda, "Panchita" Aráoz. Contenía "varios papeles y cartas de familia que no quise leer, un par de escapularios y una trenza de pelo rubio, fino, de mujer", narra Posse.
Carta a "Panchita"
Antes de enfrentar los fusiles, Alvarez había escrito una patética misiva de despedida a "Panchita". La caligrafía es firme y demuestra que el bravo guerrero de 33 años no flaqueó ante la muerte. "Mi querida Panchita: en este momento debo morir, y debes consolarte porque mi delito no es otro que el haber peleado por la libertad de mi patria. Te ruego seas virtuosa como siempre y que cuides de la educación de mis hijos. Dí a mis amigos, que perdonen como yo a mis enemigos, que la posteridad hará justicia a tu desgraciado marido. Un abrazo a mis tres hermanitas y para ti, un continuo recuerdo de tu afectísimo esposo J. Crisóstomo Alvarez".
La noticia tardía
Lo penoso es que el fusilamiento ocurrió por la tardanza en las comunicaciones de la época. Cuando Alvarez fue ejecutado, ya hacía exactamente 14 días que Juan Manuel de Rosas había sido eliminado para siempre de la escena política argentina, ya que su derrota en la batalla de Caseros tuvo lugar, como se sabe, el 3 de febrero. En Tucumán nadie lo sabía entonces: la noticia llegó recién el día 24.
Hasta 1890 al menos, estuvieron sepultados en el templo de San José de Lules los restos de este militar tucumano de magnética personalidad que, dice Benjamín Villafañe, "nunca tenía en cuenta el número de sus enemigos".
Primero, con Rosas
Nacido en Tucumán en 1819 y bautizado Juan Crisóstomo, era Alvarez un valiente guerrero que empezó la carrera militar en la adolescencia. Viajó a Buenos Aires y entró al ejército de Juan Manuel de Rosas. Como portaestandarte de este, peleó en la campaña del desierto de 1833-34 y en la represión de la revolución de "Los Libres del Sur".
Tenía fama de hombre de coraje temerario. En la expedición al desierto, cuenta el historiador Angel J. Carranza, componía una visión terrorífica montado en pelo, "con la cabeza amarrada con un pañuelo al estilo pampa, con llamas en los ojos, espuma en los labios y los puños de la camisa vueltos atrás hasta más arriba del codo, desfigurado por el sudor, el polvo y la fiebre sangrienta del combate, blandiendo su terrible lanza". Según Benjamín Villafañe, en presencia del enemigo se transfiguraba: "parecía rodeado de cierta atmósfera, de cierto prestigio sobrenatural, que fascinaba a los suyos, les comunicaba su alma, a tal punto que el más tímido se sentía invencible a su lado".
Cambio de mando
Julio Costa lo describe como hombre "de alta estatura, nariz aguileña, tez blanca de un pálido mate, frente recta griega, mirada firme y franca, rostro raso, pequeño bigote recortado, pelo renegrido lacio y largo, peinado dividido a un lado a la moda romántica de entonces, anchas espaldas y talle esbelto". En 1840, con su tío Gregorio Aráoz de La Madrid, vino a Tucumán en misión de Rosas. Fue entonces que la formación de la Liga del Norte lo movió, junto a su jefe, a cambiar de bando y alinearse en el "Segundo Ejército Libertador" de la coalición, puesto al mando de La Madrid. Cabalgó y peleó al lado de éste en las desafortunadas campañas que siguieron. En la batalla de Angaco, narra Costa, a pesar de estar herido en un talón condujo cinco cargas de caballería y "tumbó y arrolló todo lo que se le puso adelante": entraba en combate "como un poseído o un indio, dando alaridos".
Años de exilio
En 1841, tras la derrota de Rodeo del Medio, debió exiliarse en Chile y después en Bolivia, donde se enganchó en el ejército del presidente José Ballivián. En 1845, con el general Anselmo Rojo, intentó una invasión al norte argentino para desafiar el poder de Rosas. El movimiento fracasó y determinó su baja del ejército altoperuano.
Pasó a Montevideo, pero no pudo conectarse con el general José María Paz. Afrontó más tarde una serie de peripecias; incluyeron dos años de prisión en Buenos Aires, que terminaron gracias a un pedido de Manuelita Rosas.
Luego intentó, sin éxito, establecerse con un negocio en Lima. Allí se encontraba en agosto de 1851, cuando por carta de Domingo Faustino Sarmiento supo que Urquiza se había pronunciado contra Rosas. No titubeó en secundarlo.
Invasión a Tucumán
Como no llegó a tiempo para embarcarse con el sanjuanino hacia Montevideo, concibió la arriesgada empresa de invadir Tucumán desde la ciudad chilena de Copiapó, al frente de unos 300 hombres. El gobernador rosista de Tucumán, general Celedonio Gutiérrez, se preparó a enfrentar a este audaz "salvaje unitario", que se reía de los "federales" e invocaba órdenes de Urquiza en las arrogantes intimaciones que hacía a los comandantes de campaña.
Alvarez obtuvo algunos pequeños éxitos, en Santa María, en Los Cardones, en Tapia. El gobernador decretó a la provincia en "estado de asamblea" por la invasión, y destacó una fuerte división de caballería al mando de Manuel Alejandro Espinosa para atajarla. Este batió a Álvarez en Vipos, pero no pudo impedir que se fugara hacia el sur y tomara la villa de Monteros. Desde allí, seguía lanzando tonantes intimaciones.
La emboscada
El 15 de febrero, en El Manantial, ocurrirá la definición. Espinosa supo que Alvarez convergía sobre esa zona, conjeturó el camino que habría de seguir, por el paso de El Rincón e impartió las consiguientes órdenes. Según el historiador Julio P. Avila, el jefe del ejército de Gutiérrez "eligió la parte del camino más estrecha: en ambos lados el bosque era espesísimo, predominando la tusca; la tropa se ocultó a derecha e izquierda y, en medio del más completo silencio, esperó". La fuerza de Alvarez "se presentó al amanecer de un día en que la neblina limitaba el horizonte hasta no distinguirse la silueta de una persona a quince metros de distancia". La emboscada había dado resultado, y Espinosa tenía a su presa colocada entre dos fuegos.
La captura
Poco les costó a las tropas del gobierno deshacer la caballería de los invasores. Según narra Ávila, a pesar de eso Álvarez logró fugarse del campo de batalla, pero fue tenazmente perseguido. Alcanzó a llegar hasta la zona de Los Ralos, donde su caballo fue boleado y debió rendirse. Domingo Faustino Sarmiento afirma que lo perdió "su demencia de valor, empeñado en rendir él solo un batallón de infantería".
Amarrado, los captores lo llevaron de vuelta a El Manantial. Allí las tropas provinciales habían instalado el campamento, luego de esa batalla que había devuelto la tranquilidad al gobernador. De pronto, se supo que estaba tomada la resolución de fusilarlo, junto con dos cabecillas.
De inmediato, se movilizó toda la parentela de Alvarez en Tucumán. Las señoras encargaron a los doctores Salustiano Zavalía y Uladislao Frías que gestionaran el perdón del cautivo ante el ministro interino de Gutiérrez, que era don José Posse.
"Tiene que morir"
Este, quien tenía simpatía a Alvarez, narra que a las ocho de la noche envió a Gutiérrez una esquela con un chasqui. "Antes que usted decida nada sobre la suerte de Alvarez, deseo que me escuche mañana temprano las razones que tengo para inclinarlo a una resolución generosa en la propia conveniencia de usted", decía. Con el mismo chasqui, Gutiérrez respondió que lo esperaba "mañana temprano".
Clareaba el día 16 cuando Posse llegó a El Manantial. Según su testimonio, tres horas permaneció conversando con el gobernador. Durante ese tiempo y sabedores de la misión que traía -narra Posse- "los jefes principales del campamento, menos el coronel Segundo Roca, entraban y salían del Cuartel General para hablar en secreto con Gutiérrez. Finalmente, este último se franqueó con el gestor: "es inútil que hablemos más: Alvarez tiene que morir, no puedo contrariar la voluntad de los jefes que lo han vencido". Según Posse, aquello "era la pura verdad: personalmente, Gutiérrez estaba mejor dispuesto".
El fusilamiento
A la madrugada del 17 de febrero de 1852 fue fusilado el coronel Juan Crisóstomo Alvarez, junto con sus principales compañeros de invasión, Manuel Guerra y Mariano Villagra. Algunas versiones dicen que, para denigrarlo, lo condujeron ante el pelotón "amarrado a la barriga de un caballo".
Lo acompañó hasta sus últimos instantes el jefe del Estado Mayor de Gutiérrez, coronel José Segundo Roca, "el único de los jefes que deseaba el perdón del prisionero". Por encargo de Alvarez y en prueba de gratitud por sus gestiones, Roca entregó a Posse, de su parte, una cartera atada con una cinta, para que la hiciera llegar a la viuda, "Panchita" Aráoz. Contenía "varios papeles y cartas de familia que no quise leer, un par de escapularios y una trenza de pelo rubio, fino, de mujer", narra Posse.
Carta a "Panchita"
Antes de enfrentar los fusiles, Alvarez había escrito una patética misiva de despedida a "Panchita". La caligrafía es firme y demuestra que el bravo guerrero de 33 años no flaqueó ante la muerte. "Mi querida Panchita: en este momento debo morir, y debes consolarte porque mi delito no es otro que el haber peleado por la libertad de mi patria. Te ruego seas virtuosa como siempre y que cuides de la educación de mis hijos. Dí a mis amigos, que perdonen como yo a mis enemigos, que la posteridad hará justicia a tu desgraciado marido. Un abrazo a mis tres hermanitas y para ti, un continuo recuerdo de tu afectísimo esposo J. Crisóstomo Alvarez".
La noticia tardía
Lo penoso es que el fusilamiento ocurrió por la tardanza en las comunicaciones de la época. Cuando Alvarez fue ejecutado, ya hacía exactamente 14 días que Juan Manuel de Rosas había sido eliminado para siempre de la escena política argentina, ya que su derrota en la batalla de Caseros tuvo lugar, como se sabe, el 3 de febrero. En Tucumán nadie lo sabía entonces: la noticia llegó recién el día 24.
Hasta 1890 al menos, estuvieron sepultados en el templo de San José de Lules los restos de este militar tucumano de magnética personalidad que, dice Benjamín Villafañe, "nunca tenía en cuenta el número de sus enemigos".