Por Oscar Alberto Ferronato
15 Septiembre 2011
Había una vez un Jardín tan grande como una ciudad. Más grande aún, como una provincia, que cambiaba de colores y de sentimientos en cada estación. El verde del verano, la lluvia que colmaba sus ríos y arroyos lo llenaban de energía para afrontar el resto del año. En el otoño, soltaba sus hojas sobre las veredas, las risas de los niños correteando sobre la ocre alfombra crujiente contrastaba con la melancolía de saberse desnudo para afrontar el invierno... invierno que era matizado con la alegría de esos días en que la nieve presumía desde sus montañas. Luego de un año de larga espera, al fin la primavera, llegaba la hora de brillar, de mostrar por qué el mote de Jardín. Amarillas, rosadas, blancas, rojas, sus flores coqueteaban desde lo alto. Los niños asistían atónitos al deslumbrante milagro que les regalaba la naturaleza.
Pasaron los años y algo cambió. Sólo los niños disfrutaban del presente. Sus padres caminaban mirando el suelo porque el hollín de los ingenios que industrializaban su dulce fruto hacía daño a los ojos. Tomaban sólo agua mineral. En verano construían piscinas en sus casas porque los ríos arrastraban desechos industriales. Los peces muertos se contaban por miles. Columnas de humo que surgían de todos los costados apagaban el sol y ocultaban el horizonte.
Un 21 de septiembre, los niños decidieron llamar a sus padres, el más osado dio un paso al frente y habló en nombre de todos: queridos padres... queremos pedirles que miren hacia arriba... estos levantaron la vista, se quitaron los anteojos protectores y pudieron ver al fin la magia que se les ofrecía. Se miraron unos a otros y en silencio se marcharon. Al día siguiente todo cambió. No hubo más columnas de humo, ni peces muertos, ni ríos contaminados, ni basura en las calles y en el horizonte podían ver las altas cumbres erguirse orgullosas hasta el cielo.
Fin.
Nota de los padres: a quienes se fueron lejos y lo extrañan, a los que viven en él y aun no lo vieron, pueden descubrirlo aquí.
Pasaron los años y algo cambió. Sólo los niños disfrutaban del presente. Sus padres caminaban mirando el suelo porque el hollín de los ingenios que industrializaban su dulce fruto hacía daño a los ojos. Tomaban sólo agua mineral. En verano construían piscinas en sus casas porque los ríos arrastraban desechos industriales. Los peces muertos se contaban por miles. Columnas de humo que surgían de todos los costados apagaban el sol y ocultaban el horizonte.
Un 21 de septiembre, los niños decidieron llamar a sus padres, el más osado dio un paso al frente y habló en nombre de todos: queridos padres... queremos pedirles que miren hacia arriba... estos levantaron la vista, se quitaron los anteojos protectores y pudieron ver al fin la magia que se les ofrecía. Se miraron unos a otros y en silencio se marcharon. Al día siguiente todo cambió. No hubo más columnas de humo, ni peces muertos, ni ríos contaminados, ni basura en las calles y en el horizonte podían ver las altas cumbres erguirse orgullosas hasta el cielo.
Fin.
Nota de los padres: a quienes se fueron lejos y lo extrañan, a los que viven en él y aun no lo vieron, pueden descubrirlo aquí.