02 Mayo 2011
Por Patricia Kreibohm
Analista internacional
El mundo despierta con una noticia excepcional. Mataron a Bin Laden. Una figura casi legendaria que, supuestamente, planeó y ejecutó los atentados contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.
Esta madrugada, el presidente Barack Obama anunció ante los medios que un operativo militar en Pakistán acabó con la vida del líder de Al Qaeda. Las tropas norteamericanas dicen tener el cuerpo como prueba del acontecimiento. Una multitud se reúne frente a la Casa Blanca para celebrar el hecho.
Después de casi 10 años de los atentados, los EEUU habrían cumplido con uno de sus objetivos fundamentales: eliminar al líder de la organización terrorista más importante del mundo.
¿Más violencia?
Si bien puede parecer un logro de la política exterior norteamericana, esta noticia no contribuirá -necesariamente- a consolidar la seguridad planetaria. Por el contrario, es posible que este hecho desencadene diversas represalias, potencie la violencia política a escala global y complique las relaciones internacionales, sobre todo si tenemos en cuenta que las crisis en los países árabes son un factor de tensión que se extiende y complica los vínculos entre Medio Oriente y Occidente.
En otras palabras, la muerte de Bin Laden no significa -de ninguna manera- el fin del terrorismo global. Supone la desaparición de un líder que será reemplazado por otro; un líder que asumirá sus objetivos y sus desafíos y que, probablemente, incrementará la virulencia de sus acciones. El terrorismo es una estrategia compleja, difícil de desarticular; una estrategia que ha demostrado ser eficaz para generar terror, incertidumbre y angustia. De hecho, esta forma de terrorismo, fundada en convicciones profundamente fanáticas, no se agotará por la desaparición de su líder más emblemático.
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