02 Mayo 2011
Existencialismo y renacimiento
12 de diciembre de 1949
Afirma Berdaieff que los griegos no tuvieron un sentido de lo histórico: el mundo era para ellos un cosmos acabado y perfecto, un todo armónico y circular. El infinito repugnaba a su sentido estético y lo abolían en cuanto podían. El círculo era la curva perfecta, porque retornaba sobre sí misma, sin producir esa angustia ante el infinito que inevitablemente provoca la recta o cualquier curva abierta. En esta visión estática y artística de la realidad predomina la forma sobre el contenido. La palabra clave del arte griego es perfección, lo que implica limitación. Esta mentalidad y esta estética informaron en buena parte al Renacimiento, reforzados por el carácter técnico, científico y utilitario de esta civilización burguesa.
Los persas con Ormuz y Ahrimán, y los judíos con su sentido activo de la religión, traen a Occidente el sentido de lo histórico a través del cristianismo. Pero habiendo sido esta religión un crisol de elementos maniqueo-judaicos por un lado, y de filosofía griega por otro, su acento se desplaza repetidas veces en Occidente, según los pueblos y los hombres, entre la acción y la contemplación, entre la esencia y la existencia. Conflicto que a veces se observa hasta en un mismo hombre: Pascal comienza como geómetra y termina como músico existencial.
Con el sentido cauteloso y de relatividad con que pudo hacerse esta clase de afirmaciones, parece sin embargo aceptable afirmar que esta actitud existencial ha sido más frecuente en las zonas no dominadas a fondo por la mentalidad renacentista: Rusia dio hombres como Dostoievsky, Chestov y Berdaieff; Dinamarca dio a Kierkegaard; España a Unamuno; Alemania a Nietzche y, a través de todo el movimiento romántico y expresionista, a filósofos como Heidegger.
La literatura del yo
23 de octubre de 1950
Después de pasar por sus dos extremos, el individualismo renacentista desemboca -por obra de la ciencia y del capital- en la masificación que caracteriza a nuestra época. Hasta que, primero con los románticos y luego con los existencialistas, se asiste al surgimiento de un nuevo subjetivismo.
Dada la reivindicación del individuo, de su experiencia concreta e intransferible, es lógico que los existencialistas hayan recurrido a la literatura para expresarse, ya que sólo en la novela y en el drama puede darse esa realidad viviente. Pero no esa literatura que se solazaba en la descripción del paisaje externo, de las costumbres o de los problemas generales, sino la literatura de lo único, de lo enteramente personal.
En su Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, W. Weidlé sostiene que asistimos al ocaso de la novela y del drama, porque el artista de hoy "es impotente para entregarse enteramente a la imaginación creadora", obsesionado por su propio yo; frente a los grandes novelistas del siglo XIX, a esos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera, a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el mismo Dios, que todo lo pueden y todo lo saben, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender el propio yo, hipnotizados como están por sus propias desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mondo de fantasmas.
Sobre esta doctrina podemos decir que, en efecto, el siglo XIX es el gran siglo de la novela? novecentista.
La palabra novela representa hoy algo bastante diferente a lo que representaba en el siglo pasado. Y no es que el escritor no pueda trascender su propio yo, para realizar una descripción objetiva de la realidad: es que esa tarea no le interesa más.
En las Notas desde el subterráneo, el héroe de Dotoievsky nos dice: "De qué puede hablar con máximo placer un hombre honrado?... Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar pues de mí". Y en toda su obra Dotoievsky no cesa un solo instante de hablar de sí mismo, ya se disfrace de Stavroguin, de Iván o de Dimitri Karamázov, de Raskólnikov y hasta de generala o gobernadora. Este truco literario también le fue muy útil a Kierkegaard.
En toda la gran literatura contemporánea se observa este desplazamiento hacia el sujeto: la obra de Marcel Proust es un vasto ejercicio solipsista; Virgina Woolf, Franz Kafka, Joyce con su monólogo interior, William Faulkner, todos ellos tienen la tendencia a mostrar la realidad desde el sujeto.
Dice un personaje de Julien Green: "Escribir una novela, es en sí mismo una novela, de la que el autor es el héroe. El cuenta su propia historia y si se representa a sí mismo la farsa de la objetividad es que es bien novicio o bien tonto, puesto que no alcanzamos a salir nunca de nosotros mismos".
Está muy bien observar el mundo desde una alta torre, describir el movimiento de sus criaturas desde fuera, pintar el paisaje en que viven. Pero ¿por qué ha de ser éste y solamente éste el destino del artista? Ya en Dostoievsky, que en tantos aspectos es la compuerta de la literatura actual, se observa ese desentendimiento hacia el mundo externo que luego llegó hasta sus últimos extremos: nunca sabemos del todo si sus personajes, tan absortos en sí mismos, habitan en una hermosa mansión o en un detestable lugar, pocas veces nos dicen si llueve o hay poco sol, y cuando lo sabemos es apenas por una frase o dos y, además, porque esa lluvia o ese sol forman parte -¡y de qué manera!- de la angustia o de los sentimientos que en ese instante embargan al personaje. En estas novelas sí que cabría decir que el paisaje es un estado de alma.
Los nacionalismos
29 de enero de 1951
Nuestros orgullos se basan en una serie de provincianismos, pues no hay que imaginar que sólo es provinciano el que se jacta de su provincia. Y hay que reconocer que puestas a la tarea de cantarse loas a sí mismas, no hay nación que se quede corta: si son materialmente grandes, dirán que tienen el mejor ejército del mundo, la más poderosa industria pesada, la mayor flota; y si son pequeños, ya se arreglarán para encontrarse ventajas inapreciables en la elegancia de sus mujeres o en la rapidez de sus ciclistas. El país más insignificante del orbe encontrará siempre manera de sobresalir en algo, aunque sea en el hecho de haber mantenido su independencia a pesar de su pequeñez.
El Hombre Medio, que es el pilar decisivo del nacionalismo, reemplaza su pobreza o su insignificancia con las glorias del país. Y así como viendo desfilar sus tanques se siente fuerte, del mismo modo se siente inteligentísimo porque es compatriota de Pascal.
El instrumento que emplea el Hombre Medio para construir este edificio de sus excelencias es la miopía, que él llama perspicacia, penetración y sentido de la realidad. De este modo, los hombres llamados realistas son aquellos que no ven más allá de sus narices, confundiendo así la realidad con un círculo de dos metros de diámetro con centro en su modesta cabeza. Estos personajes provincianos se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de ese círculo. Rechazan a los locos que les vienen con cuentos como la esfericidad de la Tierra, la existencia de antípodas, planes para descubrir América, refutaciones de Aristóteles por medio de dos piedras, máquinas parlantes y seres invisibles que provocan las enfermedades. A esta falta de imaginación el Hombre Medio le llama astucia; la típica astucia de los campesinos, a los que sin embargo les meten el billete premiado apenas llegan a la ciudad, porque la codicia es todavía más grande que su estupidez.
Para estos provincianos sólo es lógico lo que tienen delante de sus ojos. Buena parte de los orgullos consisten así en ignorancias y en dar calor absoluto a meras relatividades.
¿Existe una literatura "latinoamericana"?
29 de noviembre de 1970
Nuestras ciudades y cultura se construyeron sobre la nada. Desde el lenguaje hasta la sangre nos llegó del viejo mundo. Si procediéramos de acuerdo con los críticos que nos consideran europeístas, deberíamos escribir sobre la caza del avestruz en el lenguaje araucano, pues todo lo demás sería adventicio y a-nacional. Un ensayista argentino llamado Abelardo Ramos acusa a los mejores escritores de aquí de estar de espaldas a la nación, de inspirarse en la literatura de judíos como Kafka, franceses como Mallarmé y alemanes como Nietzche. Podría suponerse que nos increpa utilizando el instrumental filosófico de los indios araucanos, o por lo menos el de los aztecas, pero no es así: lo hace mediante una teoría elaborada por el francés Saint-Simon, el judío Marx y el alemán Engels. Y el longevo y venerable idioma románico.
La carencia de un fuerte color local confunde a esta clase de censores, que en el fondo reclaman una escenografía pintoresca para conceder el certificado de nacionalidad. Para estos ontólogos, un negro en una plantación es real, pero un estudiante de Liceo que medita su soledad en alguna pieza de Buenos Aires es una anémica entelequia. A este superficialismo le llaman realismo. Porque esto de lo nacional está siempre vinculado al máximo (y equívoco) problema del realismo. Si mientras duermo sueño con dragones, y considerando la absoluta falta de dragones en la Argentina ¿se debe inferir que mis sueños no son patrióticos? Habría que preguntarle a ese crítico norteamericano si la inexistencia de ballenas metafísicas en el territorio de los Estados Unidos convierte a Melville en un apátrida. Dejémonos de tonterías, por favor. Tonterías que provienen de suponer que en definitiva la misión del arte es copiar la mera realidad externa. Hace unos dos mil años ya alguien advirtió que la Mesa fue inventada por la divinidad, que el carpintero hace un simulacro de esa mesa, y que el pintor que la imita apenas realiza un simulacro de ese simulacro. Es la modesta y ruinosa misión de un arte imitativo: un desvanecimiento al cubo. De hacerse un reproche de anemia habría que hacerlo, pues, a los que practican este oficio de papel carbónico.
De cualquier modo, y para los que creen que el realismo consiste en describir ese mundo externo, ya esa formación de la Argentina a base de inmigrantes europeos legitima una literatura que no se ocupe del imperialismo bananero. Pero hay motivos más valederos, ya que el arte no tiene esa misión que estos jueces pretenden. Sólo un candoroso trataría de documentarse sobre la agricultura en las cercanías de París, hacia fines de siglo, consultando esos cuadros en que cuervos tenebrosos vuelan sobre amarillos trigales de pesadilla.
Con ese criterio de naturalistas y denunciadores Kafka no es "representativo" del país en que sufrió porque en sus obras no se describen huelgas por aumento de salarios. Sin entrar en detalles, es evidente que el arte es un lenguaje más emparentado con el sueño y el mito que con las estadísticas y las crónicas del periodismo. Como el sueño y el mito, es una ontofanía, una revelación de la realidad, pero de toda la realidad; no sólo de la exterior sino de la interior, no sólo de la racional sino de la irracional. Realidad infinitamente compleja, que tiene sin duda una fuerte impregnación de lo objetivo, pero que guarda con él una sutil, intrincada y hasta contradictoria relación. Es muy improbable un Proust en la Polinesia, y eso indica hasta qué punto la sociedad parisiense de principios de siglo fue decisiva para la aparición de un espíritu como el suyo; pero si la sociedad lo fuera todo no se explicaría cómo al mismo tiempo aparecen escritores tan dispares como Gide, Claudel y Valéry. En definitiva, todo arte es individual porque es la visión de una realidad a través de un espíritu que es único. Que es su diferencia esencial con el conocimiento científico. Henri Poincaré afirmó que la matemática es el arte de razonar correctamente sobre figuras incorrectas, ya que el grosero triángulo dibujado sobre la pizarra no es el triángulo platónico para el que rige el teorema: es apenas un mapa para guiar nuestro razonamiento. Inversa es la situación del arte, en lo que importa es precisamente ese diagrama personal y único, esa concreta expresión de lo individual. Por eso hay estilo en el arte y no lo hay en la ciencia. ¿Qué sentido tendría hablar del estilo de Pitágoras en su teorema de la hipotenusa? El lenguaje de la ciencia puede y, en rigor, debe consistir en signos abstractos y universales. La ciencia es la realidad vista por un sujeto imprescindente. Esa "incapacidad" es justamente su riqueza, y lo que le permite dar la totalidad de la experiencia humana, esa interacción del yo y del mundo que es la realidad integral del hombre. Desde este punto de vista es absurdo acusar a Borges de no ser "representativo". ¿Representativo de qué? Por el contrario, nadie como él puede representar la realidad Borges-mundo. Esa realidad tiene y no tiene que ver con el país en que nació y vivió y sufrió. Néstor Ibarra afirma que "personne n'amoins de patrie que J. L. Borges".
Yo me atrevo a afirmar que es argentino hasta la médula de los huesos, y que su idioma y su manera de ver el universo no podían salir sino de un argentino; pero, claro está, no en la forma banal que suponen esos partidarios del "realismo", sino en la manera enigmática, tortuosa y hasta antagónica de los mitos y los sueños. Con lo cual todos debemos quedarnos tranquilos y no pedirle peras al olmo. Esa manera única de ver el mundo se manifiesta en un idioma que también es único, idioma que no hay más remedio que llamarlo idiolecto, palabra horrible que quizá sea sinónimo de estilo. De modo que si bien hay una lengua castellana, no sólo esa lengua difiere de un punto a otro de este complejo imperio lingüístico sino que difiere en cada uno de los hombres que la manejan.
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