24 Abril 2011
Tolerancia y disenso son las dos caras de la misma moneda. Esa moneda es la política, como mecanismo para acordar que estamos dispuestos a tolerar. Lo primero a tolerar es el disenso, pues sin él nunca podríamos cambiar. El consenso sobre lo que se tolera tiene dos características: es difícil y dinámico. Difícil pues todo consenso deja heridos. Todo acuerdo deja un margen de disidentes. Esto obliga a tolerar la disidencia pero también obliga a respetar el acuerdo mayoritario. Difícil porque nunca es completo. Y dinámico, porque es temporal y no eterno. Lo que hoy estamos dispuestos a tolerar puede cambiar, y quizás fue intolerable en otro momento o lo será en el futuro.
Durante mucho tiempo se consideró inaceptable el voto femenino. Había consenso en que las mujeres ocupaban otro rol en la sociedad, alejado de la política y circunscripto a la familia. El consenso sobre ese rol tuvo manifestaciones jurídicas, sociológicas y económicas, más allá de su origen político. No faltaron las disidencias sobre el rol de la mujer, o mujeres que desoyendo este consenso hicieron de la política su vida (aunque no pudiesen votar). Esa disidencia más el cambio histórico permitieron que lo intolerable se volviera tolerable.
El hábito de fumar. Hasta hace poco tiempo era perfectamente tolerable el fumar en el lugar de trabajo o en un bar; no sólo era aceptable sino que el tabaquismo era incentivado por doquier. La dinámica científica y la social operaron el cambio y ya no estamos dispuestos a tolerar que alguien fume en nuestra oficina o en la mesa de al lado. Este nuevo acuerdo sobre lo tolerable se ha manifestado en leyes, en políticas de prevención, y se ha hecho carne en la conciencia ciudadana.
Otro tanto podría decirse sobre la protección ambiental. En el auge del desarrollo industrial era perfectamente tolerable la subordinación del medio ambiente a las necesidades económicas del hombre. Esa convicción hacía aceptable toda una serie de prácticas que en la actualidad no toleramos y que son penadas tanto por la ley como por la opinión pública. Estos tres ejemplos, tan disímiles, grafican cómo tolerancia y disenso son dos caras de la misma moneda y que los acuerdos a que arribamos son siempre incompletos y cambiantes.
Si analizamos la historia de nuestro país nos damos con que lamentablemente fuimos y somos una sociedad poco acostumbrada a construir y respetar los consensos. Al mismo tiempo tenemos serias dificultades para canalizar los disensos. La disidencia es percibida como amenaza. Casi siempre fue así, porteños o provincianos, elitistas o populares, nacionalistas o vendepatrias son algunas de las dicotomías que atraviesan nuestra historia y que no dejan margen para la tolerancia, como dice la canción: estás enferma de frustración y en tu locura no hay acuerdo (No llores por mí Argentina, de Charly García).
Está claro que sin debate no hay vida política, pero la política no es la guerra y se da entre adversarios y no entre enemigos. Para afianzar la democracia es vital la aceptación del carácter complementario de disenso y tolerancia. Para ello son condiciones mínimas las políticas públicas de tolerancia y respeto por lo diferente (sean diferencias de género, políticas, culturales o sociales); lo es también el ejercicio permanente tanto del disenso como de la tolerancia. Siempre debemos estar de acuerdo en que se puede discutir. La sociedad tiene mucho que practicar en este sentido, pues el argentino se caracteriza por su intolerancia y poco apego a los consensos, sumado a una percepción dramática de los antagonismos. Las consecuencias de esta mala predisposición se sienten en los ámbitos de mayor responsabilidad como en la vida de los ciudadanos de a pie, donde la mera discusión deriva en descalificación. Todos debemos reflexionar sobre este serio problema y no engañarnos creyendo que somos inmunes a la intolerancia. La democracia consolidada puede ayudar mucho en esta gimnasia, pero necesita políticas permanentes y un apoyo social comprometido. La tolerancia y el respeto por el disenso se enseñan, se aprenden y se ejercen diariamente. Saber que nada es para siempre ayuda mucho en este aprendizaje.
Durante mucho tiempo se consideró inaceptable el voto femenino. Había consenso en que las mujeres ocupaban otro rol en la sociedad, alejado de la política y circunscripto a la familia. El consenso sobre ese rol tuvo manifestaciones jurídicas, sociológicas y económicas, más allá de su origen político. No faltaron las disidencias sobre el rol de la mujer, o mujeres que desoyendo este consenso hicieron de la política su vida (aunque no pudiesen votar). Esa disidencia más el cambio histórico permitieron que lo intolerable se volviera tolerable.
El hábito de fumar. Hasta hace poco tiempo era perfectamente tolerable el fumar en el lugar de trabajo o en un bar; no sólo era aceptable sino que el tabaquismo era incentivado por doquier. La dinámica científica y la social operaron el cambio y ya no estamos dispuestos a tolerar que alguien fume en nuestra oficina o en la mesa de al lado. Este nuevo acuerdo sobre lo tolerable se ha manifestado en leyes, en políticas de prevención, y se ha hecho carne en la conciencia ciudadana.
Otro tanto podría decirse sobre la protección ambiental. En el auge del desarrollo industrial era perfectamente tolerable la subordinación del medio ambiente a las necesidades económicas del hombre. Esa convicción hacía aceptable toda una serie de prácticas que en la actualidad no toleramos y que son penadas tanto por la ley como por la opinión pública. Estos tres ejemplos, tan disímiles, grafican cómo tolerancia y disenso son dos caras de la misma moneda y que los acuerdos a que arribamos son siempre incompletos y cambiantes.
Si analizamos la historia de nuestro país nos damos con que lamentablemente fuimos y somos una sociedad poco acostumbrada a construir y respetar los consensos. Al mismo tiempo tenemos serias dificultades para canalizar los disensos. La disidencia es percibida como amenaza. Casi siempre fue así, porteños o provincianos, elitistas o populares, nacionalistas o vendepatrias son algunas de las dicotomías que atraviesan nuestra historia y que no dejan margen para la tolerancia, como dice la canción: estás enferma de frustración y en tu locura no hay acuerdo (No llores por mí Argentina, de Charly García).
Está claro que sin debate no hay vida política, pero la política no es la guerra y se da entre adversarios y no entre enemigos. Para afianzar la democracia es vital la aceptación del carácter complementario de disenso y tolerancia. Para ello son condiciones mínimas las políticas públicas de tolerancia y respeto por lo diferente (sean diferencias de género, políticas, culturales o sociales); lo es también el ejercicio permanente tanto del disenso como de la tolerancia. Siempre debemos estar de acuerdo en que se puede discutir. La sociedad tiene mucho que practicar en este sentido, pues el argentino se caracteriza por su intolerancia y poco apego a los consensos, sumado a una percepción dramática de los antagonismos. Las consecuencias de esta mala predisposición se sienten en los ámbitos de mayor responsabilidad como en la vida de los ciudadanos de a pie, donde la mera discusión deriva en descalificación. Todos debemos reflexionar sobre este serio problema y no engañarnos creyendo que somos inmunes a la intolerancia. La democracia consolidada puede ayudar mucho en esta gimnasia, pero necesita políticas permanentes y un apoyo social comprometido. La tolerancia y el respeto por el disenso se enseñan, se aprenden y se ejercen diariamente. Saber que nada es para siempre ayuda mucho en este aprendizaje.
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