14 Febrero 2011
"Hemos cumplido con nuestro deber. Nos dijeron que había un muerto, y nos trasladamos para corroborarlo. Previamente se les informó a los superiores. Lo demás es pura fábula", afirmó el ex oficial Darío Faversani, uno de los tres imputados por incumplimiento de los deberes de funcionario público y encubrimiento agravado.
Faversani trabajaba en la comisaría de Banda del Río Salí cuando recibió la visita de Ema Gómez. "Creo que mataron a mi novio", le habría dicho, entre sollozos, la mujer. Luego de avisarle a su jefe, el comisario Rodolfo Domínguez, partieron en una camioneta los tres, junto al oficial Raúl Albornoz.
Cruzaron tres jurisdicciones (Banda del Río Salí, San Miguel de Tucumán y Yerba Buena), hasta llegar a la casa del juez Héctor Agustín Aráoz. Los perros le impidieron la entrada a los policías, en tanto que Gómez ingresó a la vivienda. Desde afuera, se escucharon los gritos de la mujer: había encontrado a su novio muerto, alrededor de un charco de sangre.
El fiscal Guillermo Herrera comenzó a sospechar de los tres policías. ¿Por qué actuaron en una jurisdicción que no les correspondía?. Fue la pregunta que se hizo el fiscal. Y la respuesta no lo convenció.
En un primer momento, Herrera los acusó por incumplimiento de los deberes de funcionario público. Sin embargo, a medida que avanzó la investigación, el fiscal comenzó a sospechar que habían actuado para ayudarle a Gómez a armar su coartada. Y esa sospecha se transformó en una imputación por encubrimiento agravado.
El dermotest que se le realizó a Faversani había dado positivo. "Es imposible. Llevo siete meses sin disparar un arma", dijo en aquel momento el oficial.
El comisario Domínguez, por su parte, vio complicada su situación en la causa cuando se descubrió que la camioneta que utilizaba, y en la que llegaron a la escena del crimen la fatídica noche del 26 de noviembre de 2004, era melliza.
Los llamados que realizó al teléfono de Gómez, y las dos llamadas al celular del juez, que figuraban en los registros de las telefónicas, complicaron su situación.
Raúl Albornoz fue el último de los implicados. El oficial no era un sospechoso para el fiscal al inicio de la investigación, ya que entendía que sólo había cumplido las órdenes de su jefe. Pero más adelante, Herrera creyó que también fue cómplice en el armado de la supuesta coartada de Gómez.
Faversani trabajaba en la comisaría de Banda del Río Salí cuando recibió la visita de Ema Gómez. "Creo que mataron a mi novio", le habría dicho, entre sollozos, la mujer. Luego de avisarle a su jefe, el comisario Rodolfo Domínguez, partieron en una camioneta los tres, junto al oficial Raúl Albornoz.
Cruzaron tres jurisdicciones (Banda del Río Salí, San Miguel de Tucumán y Yerba Buena), hasta llegar a la casa del juez Héctor Agustín Aráoz. Los perros le impidieron la entrada a los policías, en tanto que Gómez ingresó a la vivienda. Desde afuera, se escucharon los gritos de la mujer: había encontrado a su novio muerto, alrededor de un charco de sangre.
El fiscal Guillermo Herrera comenzó a sospechar de los tres policías. ¿Por qué actuaron en una jurisdicción que no les correspondía?. Fue la pregunta que se hizo el fiscal. Y la respuesta no lo convenció.
En un primer momento, Herrera los acusó por incumplimiento de los deberes de funcionario público. Sin embargo, a medida que avanzó la investigación, el fiscal comenzó a sospechar que habían actuado para ayudarle a Gómez a armar su coartada. Y esa sospecha se transformó en una imputación por encubrimiento agravado.
El dermotest que se le realizó a Faversani había dado positivo. "Es imposible. Llevo siete meses sin disparar un arma", dijo en aquel momento el oficial.
El comisario Domínguez, por su parte, vio complicada su situación en la causa cuando se descubrió que la camioneta que utilizaba, y en la que llegaron a la escena del crimen la fatídica noche del 26 de noviembre de 2004, era melliza.
Los llamados que realizó al teléfono de Gómez, y las dos llamadas al celular del juez, que figuraban en los registros de las telefónicas, complicaron su situación.
Raúl Albornoz fue el último de los implicados. El oficial no era un sospechoso para el fiscal al inicio de la investigación, ya que entendía que sólo había cumplido las órdenes de su jefe. Pero más adelante, Herrera creyó que también fue cómplice en el armado de la supuesta coartada de Gómez.