El bicentenario de Sarmiento

El bicentenario de Sarmiento

El próximo martes se cumplirán 200 años del natalicio de un hombre polifacético, polémico y genial. Fue uno de los constructores de la República. Hasta no hace mucho se lo exaltaba como "Maestro de América". Sin embargo, en recientes encuestas, los niños y jóvenes no pueden ubicarlo temporalmente ni reseñar en tres palabras su existencia. Por Miguel Angel de Marco - Para LA GACETA - Rosario.

13 Febrero 2011
Polifacético y genial, incomprendido en su tiempo y aún en el nuestro, nadie podrá negar con fundamento que su vida y su obra constituyen hitos esenciales para la Argentina. Fuerza incontenible y arrolladora, marcó profundamente la historia de su patria. No hubo ámbito en el que dejase de actuar u opinar con plena convicción, llevado por una inextinguible vocación de servicio y una curiosidad que horadaba todos los terrenos. Teórico político y fabricante de cestos de mimbre; periodista insomne y divertido observador de los adelantos tecnológicos que descubría en Europa y los Estados Unidos e importaba con fe visionaria a su tierra; prosista formidable y poeta por las imágenes y la música interna de muchos de sus textos, más allá del descorazonador juicio sobre sus dotes de versificador que le prodigó en su juventud Alberdi, Sarmiento fue quizá el menos convencional de sus contemporáneos.

Fama de loco
En una época en que se cuidaban solemnemente las formas, don Domingo solía dejarlas con frecuencia de lado. Tan pronto le asestaba un bastonazo en plena calle a un adversario como se quitaba los botines en plena Convención Nacional de 1860 -pues eran ajustados y le ocasionaban un verdadero suplicio- y apoyaba los pies sobre el asiento de otro diputado. Tan pronto ascendía, anciano y enfermo, hasta la torre del hospicio de dementes de Montevideo, y le decía a la religiosa que lo acompañaba "que, como tenía fama de loco, convenía no exponerse a que lo dejasen adentro", como nadaba vigorosamente en la playa de Pocitos. Tan pronto corría alrededor de la mesa para echar de su despacho a un joven empleado que le confesaba sus simpatías hacia la entonces opositora La Nación, como escuchaba sonriente la respuesta de un jefe indio frente a una situación insólita. Recuerda Ricardo Rojas que Sarmiento recibió a una delegación de la pampa en su sede del antiguo Fuerte, y de inmediato mandó abrir la ventana. El cacique se inclinó hacia el intérprete y éste le expresó al primer mandatario: "Pregunta por qué se han abierto las ventanas". "Dígale -replicó el Presidente- que los indios tienen un olor a potro insoportable para los cristianos". El "lenguaraz" transmitió esas palabras, escuchó al jefe indio y le replicó de su parte al sanjuanino: "los cristianos huelen a vaca y también es desagradable para los indios".

"El viejo león?, un general"
A Sarmiento le gustaba proclamar su condición de hombre de armas, aunque lo hubiese sido en forma esporádica. De hecho, muy pocos lo igualaron en su esfuerzo por modernizar al Ejército y a la Marina de su país. Durante su desempeño como embajador en los Estados Unidos vistió el uniforme de coronel y participó en ceremonias y visitas que le permitieron enviar valiosos informes sobre armas y tácticas de combate durante la Guerra de Secesión. Más tarde, como jefe de Estado creó el Colegio Militar, la Escuela Naval y la moderna "escuadra de hierro" que defendió los ríos interiores y alzó el pabellón nacional en las costas patagónicas.
Casi tres años después de dejar la primera magistratura, su sucesor, Nicolás Avellaneda, promovió su ascenso a general de brigada. Don Domingo mandó confeccionar su uniforme azul, con quepis orlado de laureles y palmas, dispuesto a utilizarlo con la marcialidad de un soldado. La ocasión se presentó el 9 de abril de 1880, cuando se le pidió que apadrinara la bandera del glorioso 11 de Infantería a cuyo primer jefe había tratado en Chile, el general Juan Gregorio de Las Heras. Pero la prensa adversa avisó en tono de sorna que Sarmiento vestiría de militar, y se formaron grupos para abuchearlo. Llegada la hora, recuerda Lugones, ese  mismo pueblo preparado para la rechifla, "sorpréndese y enmudece con un estremecimiento de veneración. Luego prorrumpe en aplausos. Es que ha visto y sentido en aquel aplomo de viejo león que se presenta lo que no esperaba: un general". Y allí, macizo de cuerpo, con voz de trueno, pronunció aquella célebre arenga en que exaltó las virtudes de la profesión militar y subrayó el deber de subordinación a las instituciones de la Constitución.
El periodismo satírico se burló con frecuencia del generalato de Sarmiento. Sobre todo El Mosquito, que lo presentaba en actitudes simiescas, con la espada desenvainada y corona de laureles rodeándole la sien, o empinado sobre un pedestal en actitud egocéntrica, como los órganos españoles retrataban a su amigo Emilio Castelar. Pero a Sarmiento no lo perturbaba. Hombre del oficio, conocía bien el papel de la prensa. Desde que era presidente le preocupaba más el silencio que el aguijón del célebre semanario. Se dice que una vez mandó a preguntarle al propietario y dibujante Henry Stein por qué no le dedicaba la portada o la página central.

El abrazo con Alberdi
Don Domingo era generoso y sabía olvidar agravios. Basta evocar la íntima pero moralmente grandiosa escena del 16 de septiembre de 1879, cuando, como ministro del Interior, se le anunció la visita de Juan Bautista Alberdi, que volvía a la patria después de 41 años de ausencia. Pocos días antes, al desembarcar, le envió sus saludos a través de su secretario.

Los separaban décadas de cerrada enemistad. El autor de las Bases concurrió a la Casa de Gobierno con cierto resquemor. Lo tenían también los funcionarios que se hallaban en la antesala pues temían una reacción adversa de Sarmiento. Al contemplar la menuda estampa de su tenaz oponente, exclamó: "¡En mis brazos, doctor Alberdi!", y ambos próceres se estrecharon en un largo abrazo.
Sarmiento escribía sin cesar, desde siempre. Las fatigosas jornadas en el ejercicio de diferentes funciones públicas, desde la más elevada, como la Presidencia, no eran óbice para que se trasladara a la redacción de El Nacional y redactara cotidianamente sus cuartillas de prosa inigualable. Lo haría hasta su último aliento, desde las páginas de El Censor o a través de libros tan notables como Conciencia de un niño o la piadosa Vida de Jesucristo, o la no menos entrañable Vida de Dominguito, en que el anciano evoca a su hijo, esperanza truncada en las trincheras de Curupaytí. Su copiosa producción, se halla volcada, en buena parte, en los 52 volúmenes de sus Obras Completas, pero, como es sabido, abarca bastante más.
Y aun cuando la sordera tornaba su vida en tormento, su oratoria lo hacía exclamar ante el Congreso que traía "los puños llenos de verdades". Pero no sólo el Parlamento fue ámbito propicio para su casi mágica virtud de la comunicación verbal. Groussac, que lo vio hablar después de los exámenes de la Escuela de Artes y Oficios de Montevideo, subraya: "No fue propiamente un discurso, sino una alocución familiar: un vagabundeo oratorio de indescriptible donaire y desenvoltura, con acompañamiento de mímica, muecas, golpes en la mesa y risas comunicativas. Fuera de dos o tres 'arias de bravura', que yo mismo le viera preparar, todo el resto era un improvisado monólogo sobre cuanto puede ocurrírsele a un hombre de inmenso talento, que habla con completa posesión de sí mismo ante un auditorio dispuesto a aplaudirle, y con absoluta despreocupación de toda regla, u orden retórico de antemano meditado. Derramaba a manos llenas un caudal de ideas suficiente para diez discursos oficiales: lanzaba verdades macizas a la cabeza de quien quisiera recibirlas, alternando los puñados de sal gruesa con los preceptos de alta sabiduría [?] "Tal escuché el verbo soberano de Sarmiento durante los cortos minutos en que estuvo realmente inspirado, y cuando se dijera que en él rugía el mismo 'demonio' de la elocuencia".  

Modelo
Aquel hombre impar y muchas veces contradictorio, gozó de inmenso prestigio en vida y después de muerto no sólo en su patria sino en las demás naciones del Continente. Hasta no hace mucho se lo exaltaba como "Maestro de América" y como uno de los fundadores de la Argentina moderna. Sin embargo, en recientes encuestas, los niños y jóvenes de este país al que se entregó sin retaceos desde la adolescencia, no pueden ubicarlo temporalmente ni reseñar en tres palabras su existencia.
El Bicentenario de quien decía tener "un año menos que la patria", puede ser una ocasión propicia para devolverlo a la conciencia argentina como modelo de sinceridad, honradez y entrega plena a su tierra. © LA GACETA

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