17 Octubre 2010
Por Jorge Estrella
Para LA GACETA - Tucumán
- ¿Está seguro que no leyó la novela La ciudad y los perros, de un joven peruano llamado Vargas Llosa? -me preguntó Bernardo Verbitsky.
- No -le respondí.
- Mire que su Cuartelario tiene el mismo aire de esa novela.
- Quien ha pasado por la experiencia militar, sin elegirla, queda marcado con los mismos signos -le respondí tratando de defenderme de su sospecha no oculta de haberla escrito yo influido por Vargas Llosa. Y agregué: - ¿Ud. notó algún parentesco en el argumento, que pueda haber entre ambos libros?
- No, no es eso. Más bien el mismo clima, la tensión dramática en las situaciones narradas.
Lo anterior es un diálogo que sosteníamos en 1965, poco después que Bernardo Verbitsky (1907-1979) y otros dos jurados de Buenos Aires premiaran en la bienal 1963-1965, para el NOA y organizada por el entonces Consejo provincial de Difusión Cultural, mi novela breve Cuartelario, escrita con rabia luego de permanecer catorce meses cumpliendo lo que llamaban servicio militar obligatorio.
Busqué, entonces, el libro de Vargas Llosa y su lectura me fascinó. Tiempo después, tomando un café con Bernardo Verbitsky en Buenos Aires, le comenté su exageración al acercar esa obra enorme con mi breve novela. Desde entonces fui leyendo los libros de Vargas Llosa a lo largo de cuarenta años. Me impresionó siempre, en todas ellas, su destreza casi ingenieril para construir la urdimbre de sus relatos. Y un segundo rasgo suyo, muy fuerte, es su condición de ensayista luminoso. Admirador de la prosa de Borges, no es extraño que Vargas Llosa se aproximara a esa condición de filósofo que tuvo Borges. Aunque nada más lejos de Borges que la habilidad de Vargas Llosa para hacer crecer la trama de un relato manteniendo la tensión argumental por cientos de páginas (como en La fiesta del chivo, por ejemplo)
Curioso cómo las lecturas obligadas de mi generación (Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Cortázar, Sabato, entre otros) nos rozaban desde estilos tan distintos. Vargas Llosa nunca tuvo ese impulso hacia la prosa poética que le brotaba a García Márquez por todos los poros; ni Borges vio mérito alguno en la novela ("que siempre exige mucho ripio", le escuché decir).
Me ocurre que las segundas o terceras lecturas de esos autores, hechas en la madurez, muestran el peculiar tamiz que señala aquellos libros que sobreviven y aquellos otros que murieron en el gusto personal. Releí La ciudad y los perros el verano pasado y la disfruté una vez más, atrapado en el encantamiento rudo de sus historias cruzadas; lo mismo me ocurre con los escritos de Dostoyevski o Borges; hace tres años, en cambio, probé de acercarme a Rayuela, de Cortázar, y me fue imposible avanzar más allá de las veinte páginas.
¿Qué será la literatura, entonces? En todo caso celebro este merecido premio Nobel reciente a un escritor del tamaño de Vargas Llosa. Premio Nobel de Literatura no siempre dignificado por la calidad literaria de los escritores a quienes se concede.
© LA GACETA
Para LA GACETA - Tucumán
- ¿Está seguro que no leyó la novela La ciudad y los perros, de un joven peruano llamado Vargas Llosa? -me preguntó Bernardo Verbitsky.
- No -le respondí.
- Mire que su Cuartelario tiene el mismo aire de esa novela.
- Quien ha pasado por la experiencia militar, sin elegirla, queda marcado con los mismos signos -le respondí tratando de defenderme de su sospecha no oculta de haberla escrito yo influido por Vargas Llosa. Y agregué: - ¿Ud. notó algún parentesco en el argumento, que pueda haber entre ambos libros?
- No, no es eso. Más bien el mismo clima, la tensión dramática en las situaciones narradas.
Lo anterior es un diálogo que sosteníamos en 1965, poco después que Bernardo Verbitsky (1907-1979) y otros dos jurados de Buenos Aires premiaran en la bienal 1963-1965, para el NOA y organizada por el entonces Consejo provincial de Difusión Cultural, mi novela breve Cuartelario, escrita con rabia luego de permanecer catorce meses cumpliendo lo que llamaban servicio militar obligatorio.
Busqué, entonces, el libro de Vargas Llosa y su lectura me fascinó. Tiempo después, tomando un café con Bernardo Verbitsky en Buenos Aires, le comenté su exageración al acercar esa obra enorme con mi breve novela. Desde entonces fui leyendo los libros de Vargas Llosa a lo largo de cuarenta años. Me impresionó siempre, en todas ellas, su destreza casi ingenieril para construir la urdimbre de sus relatos. Y un segundo rasgo suyo, muy fuerte, es su condición de ensayista luminoso. Admirador de la prosa de Borges, no es extraño que Vargas Llosa se aproximara a esa condición de filósofo que tuvo Borges. Aunque nada más lejos de Borges que la habilidad de Vargas Llosa para hacer crecer la trama de un relato manteniendo la tensión argumental por cientos de páginas (como en La fiesta del chivo, por ejemplo)
Curioso cómo las lecturas obligadas de mi generación (Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Cortázar, Sabato, entre otros) nos rozaban desde estilos tan distintos. Vargas Llosa nunca tuvo ese impulso hacia la prosa poética que le brotaba a García Márquez por todos los poros; ni Borges vio mérito alguno en la novela ("que siempre exige mucho ripio", le escuché decir).
Me ocurre que las segundas o terceras lecturas de esos autores, hechas en la madurez, muestran el peculiar tamiz que señala aquellos libros que sobreviven y aquellos otros que murieron en el gusto personal. Releí La ciudad y los perros el verano pasado y la disfruté una vez más, atrapado en el encantamiento rudo de sus historias cruzadas; lo mismo me ocurre con los escritos de Dostoyevski o Borges; hace tres años, en cambio, probé de acercarme a Rayuela, de Cortázar, y me fue imposible avanzar más allá de las veinte páginas.
¿Qué será la literatura, entonces? En todo caso celebro este merecido premio Nobel reciente a un escritor del tamaño de Vargas Llosa. Premio Nobel de Literatura no siempre dignificado por la calidad literaria de los escritores a quienes se concede.
© LA GACETA
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