12 Septiembre 2010
Crónica
Egos revueltos
JUAN CRUZ RUIZ
(Tusquets - Buenos Aires)
Hubo un tiempo en que un grupo de escritores latinoamericanos se reunía en una confitería de París. Solían estar Carlos Fuentes, Ernesto Sabato y algunos más. En una de esas noches de tertulia, de pronto, Fuentes interrumpió la charla para decir algo muy importante. Dijo que, a su entender, los mejores escritores argentinos eran Borges, Cortázar y Sabato. Se produjo un silencio, que pareció eterno hasta que Sabato se levantó de su silla y salió disparado hacia la puerta de calle. Antes de salir de la confitería, Sabato dio media vuelta, miró a Fuentes y dijo: "gracias por nombrarme al último"? Fuentes salió por detrás para intentar retenerlo y le gritó: "es que era por orden alfabético".
Esta anécdota, que retrata el perfil del ego de Sabato, le contó Fuentes al escritor español Juan Cruz Ruiz, que la incluyó en su libro Egos Revueltos, donde pasean, precisamente, los egos de los más importantes escritores iberoamericanos de las últimas cuatro décadas.
Cruz plantea su obra como una conversación con el lector. Está escrita en primera persona y es lógico, porque Cruz Ruiz conoció a Cortázar, meditabundo y entusiasta en París; acompañó a Borges en Madrid, como si fuese un lazarillo. Cruz Ruiz fue amigo de Mario Benedetti, de Tomás Eloy Martínez, de José Saramago, de Cabrera Infante, de Paco Umbral. Y sigue siendo amigo de Fuentes, de Gabriel García Márquez, de Manuel Vicent, entre tantos autores que desfilan por este libro en el que el autor describe ese motor oculto pero imparable que mueve la obra de los que escriben.
"No he visto a ningún escritor sin ego, no existe, ninguno -asegura Cruz-, todos tienen ego (lo tienen incluso quienes no parecen tenerlo: Bowles, Berger, Sciascia, Azcona, Pérez Minsk?)". Por momentos, la narración transmite la sensación de que el autor está sentado en un sofá del living de su casa, muy cómodo, hablando, riendo y con la mirada perdida en otro lugar y en otro tiempo, buscando un pacto con la memoria para relatar sus andanzas de periodista, de editor, de escritor.
"Benedetti tenía el ego en su lugar, en su sitio -dice Cruz Ruiz-. Era un ego irritable: se mantenía en suspenso, hasta que una chispa lo encendía, y entonces Mario podía tronar. Por un defecto, por un olvido; era un ego en reposo: saltaba desde lo oscuro, y debías atajarlo tan sólo comprendiéndolo. Después del exabrupto -recuerda-, Mario regresaba a la sencillez, de la cual eran símbolos su mecedora y su casa". Lo comprobó el propio Cruz, una vez, cuando el autor uruguayo envió un artículo, pautado con antelación, pero el diario El País no lo publicó en el suplemento cultural y Benedetti bramó por el teléfono, de este lado del Atlántico.
Cruz Ruiz salta de un tiempo a otro, de un autor a otro, según se lo dictan sus recuerdos. Parece tomar al lector del brazo, codo a codo, para llevarlo a un paseo en el que va presentando a los escritores, sus amigos. Ahí está cada uno con el tamaño de su ego.
Los escritores, muchas veces, se comportan como las estrellas de cine que suelen encapricharse con pedidos banales. Reclaman mimos, quieren flashes, piden limones para el almuerzo o exigen que el pescado no tenga ni una sola espina.
Cruz Ruiz juega con las palabras. Se divierte cuando relata las anécdotas. Se nota en cada página que ha escrito con deleite y pasión sin caer en el chisme. Una obra que permite conocer el universo solitario de los escritores, el círculo más íntimo de los editores de libros y el ambiente en el que se decide impulsar a nuevos autores. Es una invitación a los lectores a correr el telón de la literatura para ver a los escritores tal y como son, de carne y hueso, tan humanos como el vecino de la esquina.
© LA GACETA
Miguel Velardez
Egos revueltos
JUAN CRUZ RUIZ
(Tusquets - Buenos Aires)
Hubo un tiempo en que un grupo de escritores latinoamericanos se reunía en una confitería de París. Solían estar Carlos Fuentes, Ernesto Sabato y algunos más. En una de esas noches de tertulia, de pronto, Fuentes interrumpió la charla para decir algo muy importante. Dijo que, a su entender, los mejores escritores argentinos eran Borges, Cortázar y Sabato. Se produjo un silencio, que pareció eterno hasta que Sabato se levantó de su silla y salió disparado hacia la puerta de calle. Antes de salir de la confitería, Sabato dio media vuelta, miró a Fuentes y dijo: "gracias por nombrarme al último"? Fuentes salió por detrás para intentar retenerlo y le gritó: "es que era por orden alfabético".
Esta anécdota, que retrata el perfil del ego de Sabato, le contó Fuentes al escritor español Juan Cruz Ruiz, que la incluyó en su libro Egos Revueltos, donde pasean, precisamente, los egos de los más importantes escritores iberoamericanos de las últimas cuatro décadas.
Cruz plantea su obra como una conversación con el lector. Está escrita en primera persona y es lógico, porque Cruz Ruiz conoció a Cortázar, meditabundo y entusiasta en París; acompañó a Borges en Madrid, como si fuese un lazarillo. Cruz Ruiz fue amigo de Mario Benedetti, de Tomás Eloy Martínez, de José Saramago, de Cabrera Infante, de Paco Umbral. Y sigue siendo amigo de Fuentes, de Gabriel García Márquez, de Manuel Vicent, entre tantos autores que desfilan por este libro en el que el autor describe ese motor oculto pero imparable que mueve la obra de los que escriben.
"No he visto a ningún escritor sin ego, no existe, ninguno -asegura Cruz-, todos tienen ego (lo tienen incluso quienes no parecen tenerlo: Bowles, Berger, Sciascia, Azcona, Pérez Minsk?)". Por momentos, la narración transmite la sensación de que el autor está sentado en un sofá del living de su casa, muy cómodo, hablando, riendo y con la mirada perdida en otro lugar y en otro tiempo, buscando un pacto con la memoria para relatar sus andanzas de periodista, de editor, de escritor.
"Benedetti tenía el ego en su lugar, en su sitio -dice Cruz Ruiz-. Era un ego irritable: se mantenía en suspenso, hasta que una chispa lo encendía, y entonces Mario podía tronar. Por un defecto, por un olvido; era un ego en reposo: saltaba desde lo oscuro, y debías atajarlo tan sólo comprendiéndolo. Después del exabrupto -recuerda-, Mario regresaba a la sencillez, de la cual eran símbolos su mecedora y su casa". Lo comprobó el propio Cruz, una vez, cuando el autor uruguayo envió un artículo, pautado con antelación, pero el diario El País no lo publicó en el suplemento cultural y Benedetti bramó por el teléfono, de este lado del Atlántico.
Cruz Ruiz salta de un tiempo a otro, de un autor a otro, según se lo dictan sus recuerdos. Parece tomar al lector del brazo, codo a codo, para llevarlo a un paseo en el que va presentando a los escritores, sus amigos. Ahí está cada uno con el tamaño de su ego.
Los escritores, muchas veces, se comportan como las estrellas de cine que suelen encapricharse con pedidos banales. Reclaman mimos, quieren flashes, piden limones para el almuerzo o exigen que el pescado no tenga ni una sola espina.
Cruz Ruiz juega con las palabras. Se divierte cuando relata las anécdotas. Se nota en cada página que ha escrito con deleite y pasión sin caer en el chisme. Una obra que permite conocer el universo solitario de los escritores, el círculo más íntimo de los editores de libros y el ambiente en el que se decide impulsar a nuevos autores. Es una invitación a los lectores a correr el telón de la literatura para ver a los escritores tal y como son, de carne y hueso, tan humanos como el vecino de la esquina.
© LA GACETA
Miguel Velardez
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