15 Junio 2010
"Cuando era chico podía viajar al lugar que yo quisiera". Fabián Molina, de 42 años, recuerda con cariño su crianza en un vagón del Ferrocarril General Belgrano, hoy convertido en una casa, poco después de que su última parada fuera la playa estación de Tafí Viejo, a metros de los talleres ferroviarios.
Nadie sabe muy bien cómo ni cuándo llegó allí, aunque se presume que fue la antigua morada de personal jerárquico de la planta ferroviaria, a comienzos del siglo XX, antes de que el hierro desplazara a la calidez de la madera y el cuero. "Aquí pasé los mejores años de mi vida. Por las noches, con mis hermanos, antes de dormir, imaginábamos que íbamos adonde quisiéramos. Mercedes, la menor, cerraba sus ojos y me preguntaba en qué parada estábamos y yo inventaba lugares", cuenta.
Sus padres, Manuel Molina, un ex empleado ferroviario, y Mercedes Julia Muñoz, que ya fallecieron, ocuparon el vagón en 1975, luego de que pidieran autorización para hacerlo. "Cuando llegamos ya vivía otra familia, que después consiguieron un terreno y se mudaron. Aquí comenzó nuestro viaje a la vida", relata, emocionado. A su alrededor juegan sus hijos Santiago, de nueve años; Nayeli, de siete, y Nahiara, de tres.
Pasado de esplendor
El ex ferroviario Miguel Herrera, quien visitó el lugar junto con LA GACETA, camina dentro del vagón y su mirada expresa algo que no pueden sus labios. Los recuerdos, la emoción, la nostalgia y la espera de la prometida reactivación ferroviaria no hicieron mella en su espíritu forjado a puro riel.
"No puedo creer el cariño con el que han conservado este vagón. Construido en los talleres taficeños, es un ejemplo de la calidad con la que se trabajaba. Esta unidad seguramente fue de segunda clase y data de comienzos de 1900", conjetura.
Todo es original, de antaño y bien conservado, puesto que un techo de chapas preservó al vagón del rigor del clima. Las molduras, las ventanillas, el piso, las escaleras y las paredes están como hace tres décadas. Los otrora mullidos asientos forrados en cuero fueron reemplazados por varios ambientes que convirtieron al vagón en una casa rodante, aunque sin ruedas. Sin embargo, alcanza con cerrar los ojos para imaginar la partida hacia un destino incierto. Casi como la vida misma. LA GACETA ©
Nadie sabe muy bien cómo ni cuándo llegó allí, aunque se presume que fue la antigua morada de personal jerárquico de la planta ferroviaria, a comienzos del siglo XX, antes de que el hierro desplazara a la calidez de la madera y el cuero. "Aquí pasé los mejores años de mi vida. Por las noches, con mis hermanos, antes de dormir, imaginábamos que íbamos adonde quisiéramos. Mercedes, la menor, cerraba sus ojos y me preguntaba en qué parada estábamos y yo inventaba lugares", cuenta.
Sus padres, Manuel Molina, un ex empleado ferroviario, y Mercedes Julia Muñoz, que ya fallecieron, ocuparon el vagón en 1975, luego de que pidieran autorización para hacerlo. "Cuando llegamos ya vivía otra familia, que después consiguieron un terreno y se mudaron. Aquí comenzó nuestro viaje a la vida", relata, emocionado. A su alrededor juegan sus hijos Santiago, de nueve años; Nayeli, de siete, y Nahiara, de tres.
Pasado de esplendor
El ex ferroviario Miguel Herrera, quien visitó el lugar junto con LA GACETA, camina dentro del vagón y su mirada expresa algo que no pueden sus labios. Los recuerdos, la emoción, la nostalgia y la espera de la prometida reactivación ferroviaria no hicieron mella en su espíritu forjado a puro riel.
"No puedo creer el cariño con el que han conservado este vagón. Construido en los talleres taficeños, es un ejemplo de la calidad con la que se trabajaba. Esta unidad seguramente fue de segunda clase y data de comienzos de 1900", conjetura.
Todo es original, de antaño y bien conservado, puesto que un techo de chapas preservó al vagón del rigor del clima. Las molduras, las ventanillas, el piso, las escaleras y las paredes están como hace tres décadas. Los otrora mullidos asientos forrados en cuero fueron reemplazados por varios ambientes que convirtieron al vagón en una casa rodante, aunque sin ruedas. Sin embargo, alcanza con cerrar los ojos para imaginar la partida hacia un destino incierto. Casi como la vida misma. LA GACETA ©
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