La conspiración de los criollos

La conspiración de los criollos

Sin jefatura única, varios grupos de patriotas se aprestaban sigilosamente a la acción.

LA PLAZA DE MAYO. Con la Recova en primer plano y el Cabildo al fondo, presentaba este aspecto hacia 1810, según un detalle del óleo de Léonie Matthis. LA GACETA / ARCHIVO
13 Mayo 2010
Sin duda existió una vasta tarea conspirativa de los criollos, a la que correspondió el rol decisivo en la Revolución de Mayo. Pero no es tan sencillo obtener un detalle de los pasos que planificaban, ni tampoco puede afirmarse que constituían un núcleo único y compacto.

El historiador Juan Canter, en su excelente trabajo "Las sociedades secretas y literarias", ha esbozado algunas estrategias de los grupos que buscaban desalojar a la autoridad realista de Buenos Aires. Se trata de un complicado mundo, donde se revolvían tanto las logias -masónicas o no masónicas- como la irradiación de la propaganda del venezolano Francisco de Miranda, o las conversaciones con los ingleses, o las ideas que llegaban en los libros de los ensayistas políticos franceses, para citar los ítems principales.

"No cabe duda que a los respectivos negocios y quintas de Hipólito Vieytes y de Nicolás Rodríguez Peña acudían los integrantes más representativos de los grupos revolucionarios", a fin de barajar ideas y planear eventuales acciones, escribe Canter. "Otras veces se pretextaban paseos, partidas de caza, y otros encuentros encubiertos por las tertulias coloniales". Pero no hubo una sociedad conspirativa organizada. Así parece indicarlo el hecho de que ninguno de sus actores, en las memorias que escribieron, habla específicamente de ella.

De todos modos, se puede confeccionar una lista segura de los principales sostenedores de la remoción del virrey. En ella ocuparon lugares destacados los abogados Manuel Belgrano, Juan José Paso, Juan José Castelli, Mariano Moreno, José Feliciano Chiclana, José Darregueyra; los citados comerciantes Vieytes y Rodríguez Peña; los militares Cornelio Saavedra y José Florencio Terrada y el marino Matías de Irigoyen; el eclesiástico Manuel Alberti; el impresor Agustín Donado.

Insiste Canter en que no formaban un solo grupo, y que no se conoce que tuviesen una jefatura. La tradición, sin sustento documental, "ha engendrado la idea de una sociedad revolucionaria única, conduciéndola a preparar un movimiento acorde y perfectamente planeado en fines y procedimientos". Que tal cosa es una ficción, se percibe al analizar las posteriores acciones de mayo de 1810, que distan de traducir un bien elaborado plan previo.

Cuando el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros asume su cargo (junio de 1809) puede decirse que la revolución está en marcha. Había agitaciones en todo el Virreinato. Ya sabemos de los alzamientos de ese año en Chuquisaca y La Paz. Se temía una tentativa en Santa Fe, que preocupó tanto al virrey como para enviar hasta allí una escuadrilla. También se hablaba de agitaciones en Córdoba y en Mendoza.

Cada nueva noticia -siempre catastrófica- que llega de España, atiza la agitación. Cisneros crea un Juzgado de Vigilancia, que acecha toda actividad que huela a subversiva. También se instruye a las patrullas celadoras de la Policía, para que se esmeren en detectar cualquier conducta sospechosa en las manzanas a su cargo. El virrey quiere desprenderse de los soldados criollos, de quienes justificadamente recela: por eso rebaja el contingente de los Patricios y envía tropas nativas a sofocar el alzamiento de La Paz.

Desde el motín de Alzaga, hay planteada una clara separación entre los militares: criollos de un lado y españoles del otro. Cisneros trata de que lleguen a un avenimiento, pero lo impide la posición cerrada de Saavedra y de sus oficiales. Resuelve finalmente sobreseer la causa judicial de los amotinados, pero esa medida no hace más que ahondar la diferencia.

En suma, "la colonia había muerto antes de mayo de 1810: no había más que ajustar los tornillos del féretro para terminar con toda la apariencia".

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