21 Marzo 2010
En tiempos de Miguel Cané, poseer una cultura general, o sencillamente ser culto, significaba ser una persona versada en historia, en geografía, en lenguas clásicas, y ser capaz de sostener -llegado el caso en francés- una amena conversación sobre las artes y las letras.
Unos ochenta años después de la publicación de "Juvenilia", el concepto había atenuado algunos énfasis y agregado otros: las lenguas clásicas ya no eran exigibles (salvo para entender algún proverbio latino), el inglés se afirmaba claramente como idioma universal; no era imprescindible entender en materia operística pero sí frecuentar la cinematografía europea (preferiblemente en blanco y negro).
Una persona a la que se adjudicaba cultura general sabía, por otra parte, quién era Churchill, quién Sartre y en qué consistía el materialismo dialéctico. Ese atributo había perdido su connotación aristocrática, y no se limitaba a describir unas habilidades puramente intelectuales; el que lo poseía era alguien percibido como quien "sabe en qué mundo vive".
Una demanda de empleo dirigida a un puesto de perito mercantil, por ejemplo, podía incluir el requisito de contar con una cultura general.
Hoy por hoy a ese concepto le ha sucedido algo más radical que un cambio de contenidos: se ha esfumado por completo. O, para decirlo más precisamente, se ha desvanecido el lugar que él ocupaba en la conciencia colectiva.
Registro el hecho, pero no soy capaz de explicarlo.
Tal vez ya nadie sepa "en qué mundo vive", puesto que muda cada tres meses; tal vez, para vivir, ya no haga falta ese saber. Quizá sea necesario conocer qué es una "Play Station" o un "iPod", y ser diestro en el manejo de Google. Pero esas destrezas, además de ser de vigencia efímera, no parecen encaminadas a producir una imagen coherente del mundo. Y si no obstante son parte de una cultura, esta es tal que tiende a formar más bien usuarios que personas.
Unos ochenta años después de la publicación de "Juvenilia", el concepto había atenuado algunos énfasis y agregado otros: las lenguas clásicas ya no eran exigibles (salvo para entender algún proverbio latino), el inglés se afirmaba claramente como idioma universal; no era imprescindible entender en materia operística pero sí frecuentar la cinematografía europea (preferiblemente en blanco y negro).
Una persona a la que se adjudicaba cultura general sabía, por otra parte, quién era Churchill, quién Sartre y en qué consistía el materialismo dialéctico. Ese atributo había perdido su connotación aristocrática, y no se limitaba a describir unas habilidades puramente intelectuales; el que lo poseía era alguien percibido como quien "sabe en qué mundo vive".
Una demanda de empleo dirigida a un puesto de perito mercantil, por ejemplo, podía incluir el requisito de contar con una cultura general.
Hoy por hoy a ese concepto le ha sucedido algo más radical que un cambio de contenidos: se ha esfumado por completo. O, para decirlo más precisamente, se ha desvanecido el lugar que él ocupaba en la conciencia colectiva.
Registro el hecho, pero no soy capaz de explicarlo.
Tal vez ya nadie sepa "en qué mundo vive", puesto que muda cada tres meses; tal vez, para vivir, ya no haga falta ese saber. Quizá sea necesario conocer qué es una "Play Station" o un "iPod", y ser diestro en el manejo de Google. Pero esas destrezas, además de ser de vigencia efímera, no parecen encaminadas a producir una imagen coherente del mundo. Y si no obstante son parte de una cultura, esta es tal que tiende a formar más bien usuarios que personas.
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