18 Marzo 2010
ESPAÑOL CON SU ESPOSA MESTIZA Y LA HIJA. "De español y mestiza: castiza", dice la leyenda escrita en este óleo mexicano del siglo XVIII, obra de Miguel Cabrera.
En los años que siguieron inmediatamente a la conquista, la sociedad americana, por ser nueva, mostraba un tono igualitario. Pronto empezó a esfumarse, ante la aparición de los mestizos (hijos de blanco y de indígena), y en los años previos a la Revolución aquella igualdad había desaparecido. Reinaba agudizado un sentimiento jerárquico. El español se creía a sí mismo superior y despreciaba al nativo, cuyo ascenso quería trabar a toda costa.
El peninsular, ubicado en la cúspide social junto con los funcionarios reales y el clero, desempeñaba las funciones de gobierno, poseía la mayor parte de las riquezas y disfrutaba de la instrucción y de la cultura. Las leyes, en teoría, daban igualdad de derechos a españoles y a "españoles americanos" o "criollos", es decir hijos de peninsulares pero nacidos en América. Pero en la práctica las cosas funcionaban de otro modo.
Claro que, cuando llegó la Revolución, el sistema de exclusiones ya estaba bastante jaqueado. Los criollos habían empezado a formar "una influyente clase mercantil" y un "sector intelectual ilustrado", que se aprestaba resueltamente a obtener protagonismo. Muchos tenían sitiales en los Cabildos.
Como colorido ejemplo de la rivalidad entre peninsulares y nativos, el historiador Edberto Acevedo transcribe las expresiones de 1798 del regidor criollo José Bravo de Rueda, en el Cabildo de Santiago del Estero. Protestó airadamente, dice el escrito, porque "sólo los hijos de España querían y gobernaban estos parajes, sin atender a que los criollos y patricios eran más beneméritos y debían ser mucho más atendidos, pues tenían más lealtad y amor a sus tierras, por ser naturales de ellas, y no ningún hijo de España".
Por debajo de estos, se desplegaba el conjunto, cada vez más nutrido, de pequeños agricultores o ganaderos, comerciantes y artesanos. Más abajo en la escala, se movía el bajo pueblo: blancos muy pobres y mestizos, que se ganaban la vida con trabajos manuales y humildes, de aguateros, chacareros y pulperos. Y en un punto más inferior todavía, estaba el sector de esclavos, de mulatos (hijos de español y negro) y de zambos (hijos de indio y negro).
En cuanto a los extranjeros, en los siglos XVI y XVII el principio general era que no podían entrar en América, ni comerciar con estas regiones. Aunque tenían el recurso legal de pedir la "naturalización", esta requería veinte años de residencia. Pero la necesidad de desarrollar ciertas profesiones y oficios hizo que la Corona permitiera ingresar a operarios extranjeros, previa fianza ante la Casa de Contratación de que no cambiarían de oficio. Otras veces, por expresa disposición real y ante urgencias del Tesoro, se les permitió legalizar su situación, mediante el pago de una suma: era el proceso llamado "composición".
Pero, por encima de tales prohibiciones, muchos extranjeros "ingresaban, residían y comerciaban" en América desde tiempos remotos. La investigación ha demostrado acabadamente que a fines del XVIII, "existía en Buenos Aires un crecido número de extranjeros de distintas nacionalidades, principalmente portugueses, dedicados al ejercicio del comercio y a otros oficios. En menor número también los había en el Litoral, Tucumán y Cuyo".
La organización de la familia se sustentaba, como en España, en el matrimonio monogámico, entre cónyuges con capacidad legal que lo consentían libremente. El padre debía autorizar las nupcias de sus hijos varones menores de 25 años y de las hijas mujeres menores de 23. El matrimonio sólo se extinguía con la muerte. La mujer estaba sujeta a la autoridad marital, y sus actos jurídicos requerían la venia del esposo.
Las leyes impedían que virreyes, gobernadores u oidores se casaran con vecinas del distrito donde desempeñaban sus cargos, bajo pena de perder éstos. Por esa razón, por ejemplo, el virrey Cevallos no se casó con la porteña de la que tuvo un hijo, Pedro Antonio, a quien correspondería luego distinguida actuación en Salta. El acta de bautismo del chico en 1779, en la parroquia de La Merced de Buenos Aires, expresa que "es hijo natural notoriamente del Exmo. Señor Capitán General y primer Virrey de esta Capital de Buenos Aires, Reino del Perú, Don Pedro de Cevallos, y de doña María Luisa de Pintos Ortega, la cual como a tal hijo lo cría personal y públicamente".
El jefe indiscutido del hogar era el padre, con autoridad absoluta para el gobierno de la casa y de sus habitantes. Tenía facultades correctivas sobre los hijos y sobre los dependientes. Asimismo, las leyes de Indias buscaron extender el concepto de familia, para que comprendiera no solo a cónyuge y vástagos, sino también a las propiedades. Fue el "mayorazgo" en las sucesiones. Significaba que los bienes se transferían a una sola persona -generalmente el primogénito- quien no podía dividirlos ni enajenarlos. El sistema fue escasamente aplicado en el Río de la Platas. Pero en la zona del Tucumán, se recuerda siempre al vasto mayorazgo de los Díaz de la Peña, en Huazán, Catamarca.
El peninsular, ubicado en la cúspide social junto con los funcionarios reales y el clero, desempeñaba las funciones de gobierno, poseía la mayor parte de las riquezas y disfrutaba de la instrucción y de la cultura. Las leyes, en teoría, daban igualdad de derechos a españoles y a "españoles americanos" o "criollos", es decir hijos de peninsulares pero nacidos en América. Pero en la práctica las cosas funcionaban de otro modo.
Claro que, cuando llegó la Revolución, el sistema de exclusiones ya estaba bastante jaqueado. Los criollos habían empezado a formar "una influyente clase mercantil" y un "sector intelectual ilustrado", que se aprestaba resueltamente a obtener protagonismo. Muchos tenían sitiales en los Cabildos.
Como colorido ejemplo de la rivalidad entre peninsulares y nativos, el historiador Edberto Acevedo transcribe las expresiones de 1798 del regidor criollo José Bravo de Rueda, en el Cabildo de Santiago del Estero. Protestó airadamente, dice el escrito, porque "sólo los hijos de España querían y gobernaban estos parajes, sin atender a que los criollos y patricios eran más beneméritos y debían ser mucho más atendidos, pues tenían más lealtad y amor a sus tierras, por ser naturales de ellas, y no ningún hijo de España".
Por debajo de estos, se desplegaba el conjunto, cada vez más nutrido, de pequeños agricultores o ganaderos, comerciantes y artesanos. Más abajo en la escala, se movía el bajo pueblo: blancos muy pobres y mestizos, que se ganaban la vida con trabajos manuales y humildes, de aguateros, chacareros y pulperos. Y en un punto más inferior todavía, estaba el sector de esclavos, de mulatos (hijos de español y negro) y de zambos (hijos de indio y negro).
En cuanto a los extranjeros, en los siglos XVI y XVII el principio general era que no podían entrar en América, ni comerciar con estas regiones. Aunque tenían el recurso legal de pedir la "naturalización", esta requería veinte años de residencia. Pero la necesidad de desarrollar ciertas profesiones y oficios hizo que la Corona permitiera ingresar a operarios extranjeros, previa fianza ante la Casa de Contratación de que no cambiarían de oficio. Otras veces, por expresa disposición real y ante urgencias del Tesoro, se les permitió legalizar su situación, mediante el pago de una suma: era el proceso llamado "composición".
Pero, por encima de tales prohibiciones, muchos extranjeros "ingresaban, residían y comerciaban" en América desde tiempos remotos. La investigación ha demostrado acabadamente que a fines del XVIII, "existía en Buenos Aires un crecido número de extranjeros de distintas nacionalidades, principalmente portugueses, dedicados al ejercicio del comercio y a otros oficios. En menor número también los había en el Litoral, Tucumán y Cuyo".
La organización de la familia se sustentaba, como en España, en el matrimonio monogámico, entre cónyuges con capacidad legal que lo consentían libremente. El padre debía autorizar las nupcias de sus hijos varones menores de 25 años y de las hijas mujeres menores de 23. El matrimonio sólo se extinguía con la muerte. La mujer estaba sujeta a la autoridad marital, y sus actos jurídicos requerían la venia del esposo.
Las leyes impedían que virreyes, gobernadores u oidores se casaran con vecinas del distrito donde desempeñaban sus cargos, bajo pena de perder éstos. Por esa razón, por ejemplo, el virrey Cevallos no se casó con la porteña de la que tuvo un hijo, Pedro Antonio, a quien correspondería luego distinguida actuación en Salta. El acta de bautismo del chico en 1779, en la parroquia de La Merced de Buenos Aires, expresa que "es hijo natural notoriamente del Exmo. Señor Capitán General y primer Virrey de esta Capital de Buenos Aires, Reino del Perú, Don Pedro de Cevallos, y de doña María Luisa de Pintos Ortega, la cual como a tal hijo lo cría personal y públicamente".
El jefe indiscutido del hogar era el padre, con autoridad absoluta para el gobierno de la casa y de sus habitantes. Tenía facultades correctivas sobre los hijos y sobre los dependientes. Asimismo, las leyes de Indias buscaron extender el concepto de familia, para que comprendiera no solo a cónyuge y vástagos, sino también a las propiedades. Fue el "mayorazgo" en las sucesiones. Significaba que los bienes se transferían a una sola persona -generalmente el primogénito- quien no podía dividirlos ni enajenarlos. El sistema fue escasamente aplicado en el Río de la Platas. Pero en la zona del Tucumán, se recuerda siempre al vasto mayorazgo de los Díaz de la Peña, en Huazán, Catamarca.