28 Febrero 2010
POCO ORIGINAL. El escritor portugués compone en esta novela un alegato literario que irrita a la interpretación clásica de la tradición judeocristiana.
NOVELA
"Cain"
JOSE SARAMAGO
(Alfaguara - Buenos Aires)
Saramago había presentado El viaje del elefante (2008) como un milagro. Más un suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa que un hecho no explicable por las leyes naturales y atribuible a una intervención sobrenatural -de origen divino-. Más lo primero que lo segundo porque Saramago, ay, es ateo y lo practica. Pero su fe en la inexistencia de Dios no le impide ser el dios de su propia producción literaria. Y con la fecundidad longeva del patriarca Abraham, todavía parir Caín (2009) a los 86 años.
El último milagro del Nobel portugués desentierra el malestar teológico de El evangelio según Jesucristo (1991). Caín es la excusa para exponer los argumentos y la aversión acumulados desde entonces.
Pero Saramago dirige sus reproches al Dios del Antiguo Testamento con más impaciencia que la que prodigó al Padre de Jesús. El oprobio es la pena de Caín, que el autor entiende inmerecida: según su interpretación literal -¿lineal?- del Libro del Génesis, el fratricidio cainita está justificado. El primogénito de Adán se defiende legítimamente de la injusticia divina; es Dios el que busca y consigue la muerte del pastor Abel mediante el rechazo de la ofrenda del labriego Caín.
Como era previsible, el portugués compone un alegato literario que irrita a la interpretación clásica de la tradición judeocristiana. Y poco más. Con la excepción de ciertos pasajes ingeniosos, la novela cae en una polémica monótona y desprovista de matices. La maleficencia no le quita a Dios su condición suprema así como la proposición de un castigo inmerecido tampoco logra redimir al condenado.
Una contienda personal
El pecado poco original del autor portugués es oponer al fideísmo que acepta y profesa todo lo que proviene de los textos sagrados un contraenfoque bíblico tanto o más radical. Del choque de dos absolutos sólo es posible esperar la recíproca destrucción. Si Saramago pretendía llegar a ningún lugar, a ningún lugar ha llegado.
Si pretendía controvertir públicamente las Sagradas Escrituras, podía darse por bien servido con lo que al respecto ya había escrito en el pasado. Esta repetición parece inspirada en la provocación, en una especie de última palabra en su contienda espiritual personal, y no en el amor a la literatura. Saramago es mucho más grande cuando denuncia por la vía de la sugerencia, cuando deja volar su extraordinaria sensibilidad humana, que cuando enfrenta a Dios.
La novela se consume en su círculo de desgaste. En esas Tierras de Nod, el fugitivo no es Caín sino el pincel que diseñó el mundo de Todos los nombres (1997) y Ensayo sobre la ceguera (1995). Si el milagro está en seguir escribiendo con achaques y avanzada edad, Saramago hace milagros. Pero si el milagro consiste en contar una historia sublime y poner preguntas donde no había ni pensamiento, es decir, en recrear la experiencia de liberación por medio de la lectura con la que el venerable escritor ha conquistado el afecto y la atención de sus lectores, entonces hay que concluir que la novela Caín se conforma con muchísimo menos.
© LA GACETA
Irene Benito
"Cain"
JOSE SARAMAGO
(Alfaguara - Buenos Aires)
Saramago había presentado El viaje del elefante (2008) como un milagro. Más un suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa que un hecho no explicable por las leyes naturales y atribuible a una intervención sobrenatural -de origen divino-. Más lo primero que lo segundo porque Saramago, ay, es ateo y lo practica. Pero su fe en la inexistencia de Dios no le impide ser el dios de su propia producción literaria. Y con la fecundidad longeva del patriarca Abraham, todavía parir Caín (2009) a los 86 años.
El último milagro del Nobel portugués desentierra el malestar teológico de El evangelio según Jesucristo (1991). Caín es la excusa para exponer los argumentos y la aversión acumulados desde entonces.
Pero Saramago dirige sus reproches al Dios del Antiguo Testamento con más impaciencia que la que prodigó al Padre de Jesús. El oprobio es la pena de Caín, que el autor entiende inmerecida: según su interpretación literal -¿lineal?- del Libro del Génesis, el fratricidio cainita está justificado. El primogénito de Adán se defiende legítimamente de la injusticia divina; es Dios el que busca y consigue la muerte del pastor Abel mediante el rechazo de la ofrenda del labriego Caín.
Como era previsible, el portugués compone un alegato literario que irrita a la interpretación clásica de la tradición judeocristiana. Y poco más. Con la excepción de ciertos pasajes ingeniosos, la novela cae en una polémica monótona y desprovista de matices. La maleficencia no le quita a Dios su condición suprema así como la proposición de un castigo inmerecido tampoco logra redimir al condenado.
Una contienda personal
El pecado poco original del autor portugués es oponer al fideísmo que acepta y profesa todo lo que proviene de los textos sagrados un contraenfoque bíblico tanto o más radical. Del choque de dos absolutos sólo es posible esperar la recíproca destrucción. Si Saramago pretendía llegar a ningún lugar, a ningún lugar ha llegado.
Si pretendía controvertir públicamente las Sagradas Escrituras, podía darse por bien servido con lo que al respecto ya había escrito en el pasado. Esta repetición parece inspirada en la provocación, en una especie de última palabra en su contienda espiritual personal, y no en el amor a la literatura. Saramago es mucho más grande cuando denuncia por la vía de la sugerencia, cuando deja volar su extraordinaria sensibilidad humana, que cuando enfrenta a Dios.
La novela se consume en su círculo de desgaste. En esas Tierras de Nod, el fugitivo no es Caín sino el pincel que diseñó el mundo de Todos los nombres (1997) y Ensayo sobre la ceguera (1995). Si el milagro está en seguir escribiendo con achaques y avanzada edad, Saramago hace milagros. Pero si el milagro consiste en contar una historia sublime y poner preguntas donde no había ni pensamiento, es decir, en recrear la experiencia de liberación por medio de la lectura con la que el venerable escritor ha conquistado el afecto y la atención de sus lectores, entonces hay que concluir que la novela Caín se conforma con muchísimo menos.
© LA GACETA
Irene Benito