07 Febrero 2010
En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
El primer libro completo que leí en mi vida fue una colección de cuentos de los hermanos Grimm, de la editorial Molino, con unas ilustraciones que acentuaban el terror de aquellas historias melancólicas, en las que nada nunca se lograba por completo, ni la felicidad, ni la derrota del mal. Más tarde, entre los siete y los nueve años, me convertí en un devoto sin remedio de las novelas de Alejandro Dumas y de Julio Verne. Cada vez que he tenido en la vida una situación de desesperanza -y vaya si las he tenido: enfermedades, exilio, pérdida de personas amadas- vuelvo a esos libros de la infancia para que me devuelvan la fe en que todo regresa, de una manera u otra: todo puede ser recuperado. Así, he releído por lo menos cuatro veces dos novelas de construcción perfecta, El Conde de Montecristo y La Reina Margot, a las que sigo buscándoles en vano los lunares de arquitectura que no tienen…
Somos, así, los libros que hemos leído. O somos, de lo contrario, el vacío que la ausencia de libros ha abierto en nuestras vidas.
Todas las grandes culturas se han creado en torno a un libro sacramental: ya sea el Pentateuco, la Torah, los Evangelios, el Shu y el Yi de Confucio, el Buddhavacana canónico de los budistas, el Chilam Balam y el Popol Vuh de la América anterior a Colón. Algunas pocas naciones han tenido también la fortuna de ser proyectadas y organizadas por grandes hombres para los cuales el libro era un artículo de fe. Nuestra nación argentina es hija de ese privilegio. Desde mediados del siglo XIX, letrados como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda, entre tantos otros, pensaron con pasión en el país que querían para las generaciones sucesivas. Infinitas veces disintieron en los detalles y polemizaron con acritud, pero las prioridades del modelo argentino fueron, para todos, siempre las mismas: la salud, la educación, la igualdad ante la ley, la modernidad, la apertura de las puertas a la inmigración europea, que entonces era aluvional. Hacia 1850, Sarmiento inició una de las más admirables revoluciones pacíficas del siglo, un torbellino comparable a la marcha de la sal de Gandhi ochenta años más tarde. Lo que propuso Sarmiento fue crear otra vez el país, pero a partir del libro, apagar con civilización los fuegos de la pasada barbarie. "Para tener paz en la República Argentina", escribió, "es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, darles a todos lo mismo, para que todos sean iguales". De ese principio nació la ley de educación común, gratuita, laica y obligatoria, que abriría en la Argentina las puertas a la movilidad social, permitiría la expansión de la clase media y sería la fuente de la grandeza que este país alcanzó antes de 1930. En esa tradición crecimos y nos educamos. Y por esa tradición seguimos creyendo, durante tanto tiempo, que el país sería siempre mejor.
(23 de abril de 2006)
El primer libro completo que leí en mi vida fue una colección de cuentos de los hermanos Grimm, de la editorial Molino, con unas ilustraciones que acentuaban el terror de aquellas historias melancólicas, en las que nada nunca se lograba por completo, ni la felicidad, ni la derrota del mal. Más tarde, entre los siete y los nueve años, me convertí en un devoto sin remedio de las novelas de Alejandro Dumas y de Julio Verne. Cada vez que he tenido en la vida una situación de desesperanza -y vaya si las he tenido: enfermedades, exilio, pérdida de personas amadas- vuelvo a esos libros de la infancia para que me devuelvan la fe en que todo regresa, de una manera u otra: todo puede ser recuperado. Así, he releído por lo menos cuatro veces dos novelas de construcción perfecta, El Conde de Montecristo y La Reina Margot, a las que sigo buscándoles en vano los lunares de arquitectura que no tienen…
Somos, así, los libros que hemos leído. O somos, de lo contrario, el vacío que la ausencia de libros ha abierto en nuestras vidas.
Todas las grandes culturas se han creado en torno a un libro sacramental: ya sea el Pentateuco, la Torah, los Evangelios, el Shu y el Yi de Confucio, el Buddhavacana canónico de los budistas, el Chilam Balam y el Popol Vuh de la América anterior a Colón. Algunas pocas naciones han tenido también la fortuna de ser proyectadas y organizadas por grandes hombres para los cuales el libro era un artículo de fe. Nuestra nación argentina es hija de ese privilegio. Desde mediados del siglo XIX, letrados como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda, entre tantos otros, pensaron con pasión en el país que querían para las generaciones sucesivas. Infinitas veces disintieron en los detalles y polemizaron con acritud, pero las prioridades del modelo argentino fueron, para todos, siempre las mismas: la salud, la educación, la igualdad ante la ley, la modernidad, la apertura de las puertas a la inmigración europea, que entonces era aluvional. Hacia 1850, Sarmiento inició una de las más admirables revoluciones pacíficas del siglo, un torbellino comparable a la marcha de la sal de Gandhi ochenta años más tarde. Lo que propuso Sarmiento fue crear otra vez el país, pero a partir del libro, apagar con civilización los fuegos de la pasada barbarie. "Para tener paz en la República Argentina", escribió, "es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, darles a todos lo mismo, para que todos sean iguales". De ese principio nació la ley de educación común, gratuita, laica y obligatoria, que abriría en la Argentina las puertas a la movilidad social, permitiría la expansión de la clase media y sería la fuente de la grandeza que este país alcanzó antes de 1930. En esa tradición crecimos y nos educamos. Y por esa tradición seguimos creyendo, durante tanto tiempo, que el país sería siempre mejor.
(23 de abril de 2006)
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