07 Febrero 2010
Tomás Eloy Martínez en estas páginas
Durante los últimos 60 años, el reconocido escritor tucumano publicó numerosos y valiosos textos en LA GACETA Literaria. En esta edición reunimos cuatro de ellos, pertenecientes a diversas épocas, en los que se refiere a tres temas que impregnaron fuertemente su obra y su vida: la literatura, Tucumán y la Argentina.
Tomás Eloy Martínez en LA GACETA, en 1960.
No hemos hecho nada en Tucumán
Hace ya mucho tiempo que vivimos conformes con lo que somos, orgullosos de los próceres y de las tradiciones que hemos atesorado, sin tolerar a los iconoclastas ni a los malditos reformadores de nuestro Jardín de la República. Con la ayuda de Dios y de la Santísima Virgen de las Mercedes, los hemos radiado por completo. ¿De qué serviría cambiar, entonces? A mí también me gustaba pensar, como a casi todos los tucumanos de mi especie zoológica, que estábamos gestando una cultura latinoamericana para darle por las narices a la europeidad de Buenos Aires. Pasé años compartiendo ese consuelo. Ya llegaría el momento (pensábamos) de demostrar que teníamos razón. Pues bien: el momento ha llegado hace rato, y la razón no estaba de nuestro lado ni del contrario, sino junto a los revoltosos como Roberto Arlt, como Macedonio Fernández o como Julio Cortázar; junto a los que hacían pedazos la literatura, la gramática, la vida burguesa, la felicidad de dormirse una buena siesta e irse luego a discutir sobre Borges en La Cosechera. Esos locos sueltos conseguían cambiar el clima de todos sus alrededores, como una repentina corriente cálida, sin afligirse demasiado por su lugar de nacimiento o sus señas particulares. Hablaban claro y punto. Hacían la revolución porque no estaban conformes con lo que habían heredado, porque eran vulgares y desvergonzados aguafiestas. Para ninguno de ellos el amor a la patria consistía en homenajes florales, alabanzas pampeanas u odas al Aconquija y a Palermo. Nada de eso. Enseñaron que pelearse a muerte con el paraje natal era la mejor manera de serle fiel…
No hemos hecho nada en Tucumán, esto es lo cierto, y hay que apurarse a barrer la casa si no queremos que se la coman las hormigas. Nuestras escobas tendrán que arrasar con las lenguas largas, que nos hacen perder tanto tiempo y tantas buenas intenciones; tendrán que cortarles la cola a las envidias y las narices a la desconfianza. Ya hemos hablado mucho del prójimo y es hora de que lo dejemos tranquilo, de que empecemos a preocuparnos por nosotros mismos. Conozco pocos sitios en la tierra más generosos que Tucumán, mejor dispuestos a reconocer el talento de sus hijos. Pero es terrible que para ejercitar esas virtudes les exija morirse antes, o irse lejos…
Tucumán tiene ya más de 400 años. Está manso, achacoso y un poco triste. Quizá sea tiempo de que empecemos a quererlo sin mentiras.
(7 de abril de 1968)
Hace ya mucho tiempo que vivimos conformes con lo que somos, orgullosos de los próceres y de las tradiciones que hemos atesorado, sin tolerar a los iconoclastas ni a los malditos reformadores de nuestro Jardín de la República. Con la ayuda de Dios y de la Santísima Virgen de las Mercedes, los hemos radiado por completo. ¿De qué serviría cambiar, entonces? A mí también me gustaba pensar, como a casi todos los tucumanos de mi especie zoológica, que estábamos gestando una cultura latinoamericana para darle por las narices a la europeidad de Buenos Aires. Pasé años compartiendo ese consuelo. Ya llegaría el momento (pensábamos) de demostrar que teníamos razón. Pues bien: el momento ha llegado hace rato, y la razón no estaba de nuestro lado ni del contrario, sino junto a los revoltosos como Roberto Arlt, como Macedonio Fernández o como Julio Cortázar; junto a los que hacían pedazos la literatura, la gramática, la vida burguesa, la felicidad de dormirse una buena siesta e irse luego a discutir sobre Borges en La Cosechera. Esos locos sueltos conseguían cambiar el clima de todos sus alrededores, como una repentina corriente cálida, sin afligirse demasiado por su lugar de nacimiento o sus señas particulares. Hablaban claro y punto. Hacían la revolución porque no estaban conformes con lo que habían heredado, porque eran vulgares y desvergonzados aguafiestas. Para ninguno de ellos el amor a la patria consistía en homenajes florales, alabanzas pampeanas u odas al Aconquija y a Palermo. Nada de eso. Enseñaron que pelearse a muerte con el paraje natal era la mejor manera de serle fiel…
No hemos hecho nada en Tucumán, esto es lo cierto, y hay que apurarse a barrer la casa si no queremos que se la coman las hormigas. Nuestras escobas tendrán que arrasar con las lenguas largas, que nos hacen perder tanto tiempo y tantas buenas intenciones; tendrán que cortarles la cola a las envidias y las narices a la desconfianza. Ya hemos hablado mucho del prójimo y es hora de que lo dejemos tranquilo, de que empecemos a preocuparnos por nosotros mismos. Conozco pocos sitios en la tierra más generosos que Tucumán, mejor dispuestos a reconocer el talento de sus hijos. Pero es terrible que para ejercitar esas virtudes les exija morirse antes, o irse lejos…
Tucumán tiene ya más de 400 años. Está manso, achacoso y un poco triste. Quizá sea tiempo de que empecemos a quererlo sin mentiras.
(7 de abril de 1968)
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