Sábado a la siesta. Abril de 1991. Media hora de espera en el hall del hotel Metropol. Sandro está arriba, durmiendo. "Anoche actuó en Monteros con una fuerte gripe. Estamos esperando que se levante para la entrevista. Está muy enfermo", nos dice el representante. Lo primero que viene a la cabeza es el egoísmo periodístico: está Sandro en Tucumán, actúa a la noche en Floresta y no poder hablar con él será un fracaso. La inquietud golpea tanto como la emoción de entrevistarlo.
Al fin, periodista y fotógrafo pasan a la habitación. No está Sandro, la estrella, sino Roberto Sánchez, el hombre. Está en bata roja, destruido por la gripe, los ojos rojos, la nariz hinchada, la mirada dura y cansada del engripado.
La primera pregunta suena como una estupidez ("¿Cómo está, Sandro?"), pero es lo que sale. Y la respuesta parece corroborarlo: "Y... como me ves.... estaba con un fuerte bajón, como cuando uno no tiene ganas de hacer nada...", contesta. Parece que tenemos que decir gracias y adiós: no estamos entrevistando al ídolo, sino al hombre enfermo, y las respuestas reflejan eso: a cada pregunta le sigue un "no sé", un "puede ser" o un "sí", sin mayores explicaciones.
La inquietud se transforma en pánico: volver a la Redacción sin declaraciones. Comienza a asaltar la hipocondría del fracaso. La desesperación activa la pregunta salvadora: ¿cómo hace el hombre común, engripado, para que el público pueda tener a su ídolo? Y Sandro comienza a aparecer un poquito: "el público es fantástico, es como una película sin fin... ahí entran los principios elementales que no se modifican, el respeto al público que te obliga a subir a matarte arriba del escenario", dice, y pasa a hablar del show romántico, de su vida privada que mantiene celosamente protegida para guardarse un poco de Sandro, el personaje que le signó la existencia. "En verdad, nunca tuve una vida tranquila; me subí a los 13 años arriba de un escenario y no bajé más. No conozco otra vida que esta", concluye.
El regreso a LA GACETA tuvo el sabor del fracaso. Fue una entrevista difícil. Ahora, casi 19 años después, al reconstruir esta crónica, la frustración se vuelve un raro privilegio: el de haber visto la otra cara del ídolo, que a pesar de estar atrapado por las contingencias de los hombres comunes se dio tiempo para atender al periodista. Al fin y al cabo, las estrellas también se engripan.