03 Enero 2010
Oliverio Coelho es un autor tan expansivo que suele promover la tentación de buscarle y encontrarle influencias variopintas. Es el suyo el trazo de quien antes que otra cosa se revela como un lector voraz, agudo y generoso para honrar su cadena de emulaciones, punto por punto, eslabón por eslabón. Por honrar debe entenderse no ya calcar métodos, devociones, mucho menos palabras, sino en todo caso impregnarse de un detalle lateral y hacerlo crecer, fecundar, circular desde la propia impronta. Justamente, demos por descontadas las muchas y jugosas huellas que pulsan en Coelho, salgamos rápido de allí y subrayemos la evidencia: hablamos de uno de los escritores más singulares, si así pudiera decirse, de lo que a grandes trazos se llama la nueva narrativa argentina. Recién anda por los 32 años.
Hay, pues, un Coelho que lleva su propia marca en el orillo y que en Parte doméstico se despacha con una serie de relatos cortos muy capaces de promover una dichosa perturbación. Situados en una suerte de realismo brumoso (¿metálico?) persisten en las derivas de hombres atrapados en la madeja de mujeres que los debilitan y precipitan al peligro de la sumisión, o a la sumisión misma. Pero tampoco la cuestión será así de fácil. Consta, en las criaturas de Coelho, víctimas o victimarias, una tenebrosa familiaridad que las aleja de eso que consiente la genérica denominación de "lo fantástico". El que más temor nos infunde no es el monstruo de dos cabezas sino el apacible y misterioso vecino que cada mañana, tal como nosotros, se lava los dientes con humana naturalidad. En las historias de Coelho lo siniestro es más bien el desmadre de lo que siempre ha sido posible.
Allí, en su realismo de caleidoscopio y en la justeza del embrión psicológico de sus personajes, reside buena parte del vigor de una escritura sin alardes y sin noñerías.
Cincelada, por ejemplo, en el rigor de una adjetivación de pasmosos destellos.
Es la escritura de Coelho, al cabo, tal vez difícil de definir, pero, como aspira el propio autor, honrosa y airosa en su fidelidad al deseo y a las cadencias.
© LA GACETA
WALTER VARGAS
Hay, pues, un Coelho que lleva su propia marca en el orillo y que en Parte doméstico se despacha con una serie de relatos cortos muy capaces de promover una dichosa perturbación. Situados en una suerte de realismo brumoso (¿metálico?) persisten en las derivas de hombres atrapados en la madeja de mujeres que los debilitan y precipitan al peligro de la sumisión, o a la sumisión misma. Pero tampoco la cuestión será así de fácil. Consta, en las criaturas de Coelho, víctimas o victimarias, una tenebrosa familiaridad que las aleja de eso que consiente la genérica denominación de "lo fantástico". El que más temor nos infunde no es el monstruo de dos cabezas sino el apacible y misterioso vecino que cada mañana, tal como nosotros, se lava los dientes con humana naturalidad. En las historias de Coelho lo siniestro es más bien el desmadre de lo que siempre ha sido posible.
Allí, en su realismo de caleidoscopio y en la justeza del embrión psicológico de sus personajes, reside buena parte del vigor de una escritura sin alardes y sin noñerías.
Cincelada, por ejemplo, en el rigor de una adjetivación de pasmosos destellos.
Es la escritura de Coelho, al cabo, tal vez difícil de definir, pero, como aspira el propio autor, honrosa y airosa en su fidelidad al deseo y a las cadencias.
© LA GACETA
WALTER VARGAS