23 Agosto 2009
Los libros y la noche
Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899. En 1923 vio la luz su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Hasta la publicación de Obras Completas, en 1974, transcurrió medio siglo de una creación literaria sin parangón. Por Cristina Bulacio. Para LA GACETA, Tucumán.
MAGNIFICA IRONIA. Lector implacable y escritor sin igual, Borges padeció la ceguera. Eso le abrió insospechados senderos hacia la sabiduría.
Cuenta la leyenda que los elegidos de los dioses reciben, junto con los dones, oscuros designios del destino. Y Borges no fue la excepción. Vivió una profunda contradicción: lector infatigable, reconocido escritor y, al mismo tiempo, ciego. Amaba los libros, leía en varias lenguas, tradujo a los nueve años a Oscar Wilde, se crió en una biblioteca total, eligió la escritura como oficio. Felizmente, poseía una prodigiosa memoria -recitaba, en noches de insomnio, páginas que había leído hacía años- que, de algún modo lo compensó. La fama y la ceguera le llegaron lentamente; asumió ambas con pudor, valentía y resignación; nunca se quejó, tampoco se vanaglorió de sus éxitos. Sin embargo, como a Tiresias, la ceguera enriqueció su sabiduría.
Esta jugada del destino tuvo un efecto inesperado. Con el distanciamiento del mundo visible, su lenguaje adquirió matices que señalan un cambio en su concepción de la escritura. En el inicio, su lengua de poeta joven juega con palabras vivaces y luminosas para describir el mundo inmediato: la realidad es entonces "íntima y fácil".
En aquellos tiempos juveniles "no engañan los sentidos, engaña el entendimiento", asegura, y lo confirma con vocablos -puro color, sabor y textura-, imágenes de la realidad. Se escuchan frases llenas de luz y gestos sencillos: "en los huecos hondos se aquerenciaba el cielo"; "la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta"; "el viento largo flagelando nuestro camino"; "zaguanes entorpecidos de sombra"; "calles desganadas del barrio"; "la amistad oscura de un zaguán, de una parra, de un aljibe", y tantas otras. Son textos esencialmente descriptivos, tejidos con madrugadas pampeanas, tapias rosadas, callecitas de barro elemental, madreselvas, suburbios y atardeceres que transmiten, vívidamente, la inmediatez del mundo que penetra por los sentidos.
A medida que anochecían sus ojos se transformó su escritura. Se hizo abstracta, profunda y se pobló de metáforas "mal desasidas de la corporeidad". Es entonces cuando aparece con nitidez la rigurosa urdimbre que sostiene su obra, compuesta de laberintos, perplejidades, enigmas, nombres secretos de la divinidad e infinitos tigres azules. Ninguno de estos elementos son azarosos en ella; por el contrario, son parte de un universo complejo, lúcido, erudito, que hacen al corazón de su obra.
El desasimiento de lo sensible lo invitó al recogimiento y al ejercicio del puro pensar. Algunas palabras se van apagando en su escritura -que es su vida misma- al tiempo que se llena de misterio. Su estilo se hace más elegante y depurado, pero también más especulativo y aparecen, con inusitada frecuencia, aquellas ambiciosas palabras: infinito, tiempo, eternidad, que, una vez pronunciadas, estallan. Esta lengua de las puras ideas juega con los argumentos ontológicos, las paradojas de Aquiles y la tortuga, las bibliotecas infinitas; teoriza sobre universos paralelos, el inconcebible Aleph, la ignota divinidad o la "otra" muerte.
Quizás el lento crepúsculo legado por los Hados le abriera insospechados senderos de sabiduría; con seguridad le inspiró uno de sus mejores poemas: Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. © LA GACETA
Cristina Bulacio - Escritora y doctora en Filosofía. Autora de "De laberintos y otros Borges", "Los escándalos de la razón en Jorge Luis Borges" y, junto a Donato Grima, de "Dos miradas sobre Borges"
Esta jugada del destino tuvo un efecto inesperado. Con el distanciamiento del mundo visible, su lenguaje adquirió matices que señalan un cambio en su concepción de la escritura. En el inicio, su lengua de poeta joven juega con palabras vivaces y luminosas para describir el mundo inmediato: la realidad es entonces "íntima y fácil".
En aquellos tiempos juveniles "no engañan los sentidos, engaña el entendimiento", asegura, y lo confirma con vocablos -puro color, sabor y textura-, imágenes de la realidad. Se escuchan frases llenas de luz y gestos sencillos: "en los huecos hondos se aquerenciaba el cielo"; "la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta"; "el viento largo flagelando nuestro camino"; "zaguanes entorpecidos de sombra"; "calles desganadas del barrio"; "la amistad oscura de un zaguán, de una parra, de un aljibe", y tantas otras. Son textos esencialmente descriptivos, tejidos con madrugadas pampeanas, tapias rosadas, callecitas de barro elemental, madreselvas, suburbios y atardeceres que transmiten, vívidamente, la inmediatez del mundo que penetra por los sentidos.
A medida que anochecían sus ojos se transformó su escritura. Se hizo abstracta, profunda y se pobló de metáforas "mal desasidas de la corporeidad". Es entonces cuando aparece con nitidez la rigurosa urdimbre que sostiene su obra, compuesta de laberintos, perplejidades, enigmas, nombres secretos de la divinidad e infinitos tigres azules. Ninguno de estos elementos son azarosos en ella; por el contrario, son parte de un universo complejo, lúcido, erudito, que hacen al corazón de su obra.
El desasimiento de lo sensible lo invitó al recogimiento y al ejercicio del puro pensar. Algunas palabras se van apagando en su escritura -que es su vida misma- al tiempo que se llena de misterio. Su estilo se hace más elegante y depurado, pero también más especulativo y aparecen, con inusitada frecuencia, aquellas ambiciosas palabras: infinito, tiempo, eternidad, que, una vez pronunciadas, estallan. Esta lengua de las puras ideas juega con los argumentos ontológicos, las paradojas de Aquiles y la tortuga, las bibliotecas infinitas; teoriza sobre universos paralelos, el inconcebible Aleph, la ignota divinidad o la "otra" muerte.
Quizás el lento crepúsculo legado por los Hados le abriera insospechados senderos de sabiduría; con seguridad le inspiró uno de sus mejores poemas: Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. © LA GACETA
Cristina Bulacio - Escritora y doctora en Filosofía. Autora de "De laberintos y otros Borges", "Los escándalos de la razón en Jorge Luis Borges" y, junto a Donato Grima, de "Dos miradas sobre Borges"