20 Agosto 2009
Había divisado a Julio Ardiles Gray cuando concluía la década del 50. Formaba parte de las alegres ruedas que muchas noches presidía el gobernador Celestino Gelsi, en esa confitería del Casino que no volverá.
Pero recién lo traté un poco mas tarde, cuando iniciaba mis veinte años en la vieja redacción de LA GACETA. La época en que unos quince periodistas escribíamos el diario en máquinas Remington negras y algunas Olivetti, batidos por el aire caliente de un enorme ventilador.
Ardiles Gray venía a cada rato, pero su escritorio estaba al fondo del cuarto piso, en una amplia oficina con las paredes llenas de fotos de artistas.
Allí tecleaba sus críticas de cine, las de teatro -que directores y actores esperaban con el alma en un hilo- y las crónicas del mundo del espectáculo. Redactaba de un tirón y jamás corregía lo escrito.
Anudamos una excelente relación desde el primer momento. No sólo lo quise y lo respeté, sino que me parecía una persona chispeante y entretenida, capaz de planear sobre todos los temas con su voz fuerte y sus estrepitosas carcajadas.
Adorador de Francia y de su idioma, Ardiles Gray poseía una enorme cultura y le interesaba todo. Miraba con benevolencia a cualquiera que se ocupase de las cosas del espíritu, de las "bellas inutilidades indispensables".
Tenía una extraordinaria capacidad. El poeta, el novelista, el dramaturgo, el crítico, era a la vez un soberbio periodista.
Tucumán - Buenos Aires
Por eso nada le costó, cuando resolvió irse de Tucumán, encontrar trabajo en "Primera Plana", la revista que todos mirábamos como una especie de paraíso.
En Buenos Aires canceló su larga etapa de solterón y se casó con una mujer que lo acompañó y lo entendió de maravillas.
De tanto en tanto volvía a Tucumán. Nunca se quedaba mucho tiempo.
Decía que pasada cierta cantidad de días, era fatal que empezasen los inconvenientes. Observaba con filosofía las taquicardias de la política: me dijo una vez que el gran secreto estaba en sobrevivirlas.
Guardo una enorme gratitud hacia Julio Ardiles Gray y me apena profundamente su partida.
No sólo recibí su trato alegre y afectuoso, sino que me apoyó toda la vida. Miró con cariño todo lo que hacía, y sé que cada vez que alguien me nombraba me cubría de elogios.
Nuestro último encuentro fue en Buenos Aires, a comienzos de 2008. Era la presentación de las "Memorias" del general La Madrid, cuyo estudio previo me había encargado la editora gracias a su recomendación. Sólo la caminata dificultosa permitía sospechar los años que cargaba a cuestas.
En lo demás, era el amigo afectuoso y decidor de siempre. Es el que ha de quedar en mi recuerdo.
Pero recién lo traté un poco mas tarde, cuando iniciaba mis veinte años en la vieja redacción de LA GACETA. La época en que unos quince periodistas escribíamos el diario en máquinas Remington negras y algunas Olivetti, batidos por el aire caliente de un enorme ventilador.
Ardiles Gray venía a cada rato, pero su escritorio estaba al fondo del cuarto piso, en una amplia oficina con las paredes llenas de fotos de artistas.
Allí tecleaba sus críticas de cine, las de teatro -que directores y actores esperaban con el alma en un hilo- y las crónicas del mundo del espectáculo. Redactaba de un tirón y jamás corregía lo escrito.
Anudamos una excelente relación desde el primer momento. No sólo lo quise y lo respeté, sino que me parecía una persona chispeante y entretenida, capaz de planear sobre todos los temas con su voz fuerte y sus estrepitosas carcajadas.
Adorador de Francia y de su idioma, Ardiles Gray poseía una enorme cultura y le interesaba todo. Miraba con benevolencia a cualquiera que se ocupase de las cosas del espíritu, de las "bellas inutilidades indispensables".
Tenía una extraordinaria capacidad. El poeta, el novelista, el dramaturgo, el crítico, era a la vez un soberbio periodista.
Tucumán - Buenos Aires
Por eso nada le costó, cuando resolvió irse de Tucumán, encontrar trabajo en "Primera Plana", la revista que todos mirábamos como una especie de paraíso.
En Buenos Aires canceló su larga etapa de solterón y se casó con una mujer que lo acompañó y lo entendió de maravillas.
De tanto en tanto volvía a Tucumán. Nunca se quedaba mucho tiempo.
Decía que pasada cierta cantidad de días, era fatal que empezasen los inconvenientes. Observaba con filosofía las taquicardias de la política: me dijo una vez que el gran secreto estaba en sobrevivirlas.
Guardo una enorme gratitud hacia Julio Ardiles Gray y me apena profundamente su partida.
No sólo recibí su trato alegre y afectuoso, sino que me apoyó toda la vida. Miró con cariño todo lo que hacía, y sé que cada vez que alguien me nombraba me cubría de elogios.
Nuestro último encuentro fue en Buenos Aires, a comienzos de 2008. Era la presentación de las "Memorias" del general La Madrid, cuyo estudio previo me había encargado la editora gracias a su recomendación. Sólo la caminata dificultosa permitía sospechar los años que cargaba a cuestas.
En lo demás, era el amigo afectuoso y decidor de siempre. Es el que ha de quedar en mi recuerdo.