Madrid es una musa que inspira a sus trovadores
"Y no volví más a tu puesto del Rastro a comprarte carricoches de migas de pan, soldaditos de lata", canta Joaquín Sabina, uno de los numerosos juglares que han encontrado en la música (y en las letras) una manera de retratar la ciudad, de redescubrirla. Calamaro y Fito Páez, dos exponentes de un amor recíproco.
MADRID (Especial, Por Irene Benito).- Tirso de Molina era el seudónimo de Gabriel Téllez, sacerdote escribidor perteneciente al Siglo de Oro español -abarca el período comprendido entre 1492 y 1681-, contemporáneo de autores como Francisco de Quevedo y Garcilaso de la Vega. Un monumento gris recuerda a este fraile en la plaza que lleva su nombre, donde está emplazada la estación de subterráneo de idéntica denominación. A los turistas y paseantes que peregrinan hasta Tirso de Molina pueden escapárseles los pormenores de la comedia de enredos que cultivó Téllez, pero difícilmente ignoren los pegadizos ritmo y letra de “Dieguitos y Mafaldas”, la canción de Joaquín Sabina que popularizó este rincón de la capital española. Aunque Madrid haya inspirado obras inmortales de pintores más inmortales todavía como Francisco de Goya y Diego Velázquez, el mejor retrato de la ciudad es el que transmiten las canciones de los músicos y compositores que pasaron por aquí.
Da fe de ello la nostalgia de “Pasaba por aquí”, del filipino Luis Eduardo Aute, que describe a Madrid como un “coñazo” (cosa latosa e insoportable, según el diccionario) que parece sencillo de imaginar entre calles dormidas o desiertas que, para mayor evocación, fueron bautizadas con nombres tan sugerentes como “Desengaño”, “Amor hermoso” o “Canción del olvido”. Con el mismo espíritu de desilusión amorosa y urbana, Sabina, otra vez, confiesa: “vivo en el número 7, calle Melancolía / quiero mudarme hace años al barrio de la alegría / pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía”.
En 1980, cuando el cantautor andaluz presenta el disco “Malas compañías” (que incluye a “Calle Melancolía”), los antiguos tranvías llevaban más de media década sin circular por Madrid. En 1975 ya había desaparecido del todo este servicio de transporte centenario; ese año, el de la muerte del dictador Francisco Franco, desembarca en Madrid el músico argentino Mauricio “Moris” Birabent en busca de un refugio para su libertad artística amenazada en Buenos Aires. Moris, uno de los padres del “rock nacional”, ya había compuesto “El oso”, pero en las tierras de los reyes católicos era sólo un extraño que rockeaba en español. En 1979, el músico edita “Fiebre de vivir”, trabajo que expresa su experiencia de la ciudad y del clima político del país. El periodista valenciano Juan Puchades describe esos temas como textos que reflejan una nueva visión de Madrid: “en los que se citan calles, se retratan personajes y se contempla el cambio que vive un país que, en plena transición, intenta recuperar el tiempo perdido. Así, las primeras elecciones democráticas o el destape entran en sus canciones”.
Los Rodríguez
Moris fue el primero en “saltar el charco”, pero detrás de él viajaron otros músicos compatriotas a probar suerte en esa natural puerta de Europa que Madrid implica para el hispanohablante americano. La familiaridad con la ciudad quedó fosilizada en clásicos como “Petálo de sal”, donde la musa del rosarino Fito Páez se vuelve carmesí en un sitio que él no sabe si es ‘Baires’ o Madrid (y con razón, porque ambas capitales se parecen mucho). En “Tu sonrisa inolvidable” -que figura en la selección de 84 canciones del portal Madridpedia.com-, Páez propone caminar por el parque de El Retiro y por el Paseo de la Castellana, dos emblemas madrileños, y recuerda: “algo quedó pendiente aquella vez, algo que no se explica con palabras”.
La cercanía entre los músicos argentinos y Madrid se convirtió en filiación con el fenómeno de Los Rodríguez. Los rioplatenses Andrés Calamaro y Ariel Rot junto con los españoles Julián Infante y Germán Vilella supieron entender como nadie al corazón rockero de esta urbe de 6 millones de habitantes. El afecto recíproco entre la banda y su público, que recorre la década de 1990, quedó plasmado en discos como “Sin documentos”, donde los ingredientes argentinos y españoles se solapan con naturalidad, relación armónica que un Calamaro solista y desarraigado añora en la canción “El novio del olvido”.
Sede de “chulapos”
“La vida es la esperanza de los que pasan por aquí”, afirma la cantautora canaria Rosana en “Las calles de Madrid” para explicar el poder especial que esta ciudad ejerce sobre los músicos que residen en ella. Aunque el despertar de la libertad que fue la movida madrileña de la década de 1980 parece eclipsar ese magnetismo, la tradición viene de mucho más lejos como lo confirma la zarzuela “La Gran Vía”, que Federico Chueca y Joaquín Valverde estrenaron en 1882.
La ex metrópolis del imperio español, donde todavía hay “chulapos” (madrileños de la clase popular) que bailan el “chotis” (baile agarrado y lento que suele ejecutarse dando tres pasos a la izquierda, tres a la derecha y vueltas), es la ciudad donde confluyen emigrantes españoles y extranjeros, donde sólo una minoría de madrileños nació en Madrid.
Sabina pesca esa trashumancia soñadora en “A la sombra de un león” cuando cuenta: “llegó con su espada de madera y zapatos de payaso a comerse la ciudad. Compró suerte en Doña Manolita y al pasar por la (fuente de la) Cibeles, quiso sacarla a bailar un vals”.
Aunque la banda Amistades Peligrosas denuncie que es un pecado ser africano en Madrid, la sociedad intachable de los intérpretes españoles Ana Belén y Víctor Manuel asegura que todo aquel que llega a la capital pasa por la Puerta de Alcalá.
En la canción homónima enumeran: “un travesti perdido, un guardia pendenciero, pelos colorados, chinchetas en los cueros, rockeros insurgentes, modernos complacientes, poetas y colgados, aires de libertad y ahí está... viendo pasar el tiempo, la Puerta de Alcalá”.
La idealización melódica de Madrid, la ciudad que devora, de acuerdo con el dúo Amaral en “Esta madrugada”, llega hasta la playa... En el país del sol, esa carencia no es cosa pequeña.
En 1989, la banda ‘The Refrescos’ formuló el reproche mediterráneo en estos términos: “podéis tener hipódromo, Jarama y Complutense y, al lado, la Moncloa donde siguen los de siempre, podéis tener el mando del imperio en vuestras manos, pero al llegar agosto y el verano… ¡Vaya, vaya! No hay playa”. Pero Sabina sale del apuro con una metáfora: en Madrid el mar entra en un vaso de ginebra.