Con la muerte de Raúl Alfonsín desaparece el último caudillo del radicalismo. También salió de la escena el dirigente que empeñó todas sus energías en reconciliar la juridicidad con la vida política e institucional del país. Durante su gobierno no pudo plasmar en realidad su aserto de que con la democracia se come, se cura y se educa. La frustración que causó el incumplimiento de la promesa electoral de 1983 lo transformó en un estadista discutido en los años 90. Las hiperinflaciones, los 13 paros sindicales y las rebeliones carapintadas minaron su administración. Sin embargo, la figura del ex presidente creció en esta década por su defensa a ultranza del credo republicano. La decisión de juzgar a las Juntas de Comandantes del proceso le valió el reconocimiento del mundo democrático. Alfonsín ha sobrepasado con su estatura moral la honda crisis en que se debate el partido al que dedicó décadas de su existencia. Hasta hace poco el país ha escuchado su pedido de que se le ponga freno al desborde de poder kirchnerista. Murió defendiendo las instituciones como un político amante de la ley.