Corría diciembre de 2007. El estampido de cohetes y de bombas de estruendo era un claro aviso de que la gente festejaba la llegada de 2008. Esta es la tradicional manera de expresar los sueños, la alegría renovada y la esperanza de que algo lindo podría suceder en el nuevo año.
Pero no es color de rosas para todo el mundo. Las excepciones están presentes en todos los momentos de la vida, y lo que le tocó vivir al matrimonio de la abogada Cristina Lizárraga y del comerciante Antonio Juan Ramón fue una de ellas. Aquella noche, mientras la mayoría de la gente celebraba con un arsenal de cohetes y de fuegos de artificio la llegada de 2008, y la gente salía a la calle para ver el espectáculo, Cristina, su marido y su única hija María Victoria, que tenía tres años y medio, recibieron el nuevo año en una habitación herméticamente cerrada porque la niña no soportaba el ruido de los cohetes ni los fuegos de artificio.
“Ahí nos dimos cuenta de que a María Victoria le estaba ocurriendo algo, que no era malcriada por ser única hija, única nieta y única sobrina... Su hiperkinesia y sus movimientos repetitivos nos avisaban de que algo no estaba bien... Deambulé por seis pediatras y todos ponían el acento en el bajo peso (tenía trastorno alimentario). Dejé mi trabajo y me dediqué a ella. Finalmente, en el Hospital de Niños, el neurólogo Luis Pasteris me dio el diagnóstico, algo que no quería escuchar: su hija es autista, señora”, narró Cristina a nuestro diario.