Hay que saber encontrarle el gusto a la globalización. En un tiempo en el que la pregunta es hacia dónde vamos, esa maravilla que es internet nos trae a diario noticias de lugares remotos a los que tal vez algún día podamos llegar para poder conocerlos. Mientras tanto, nos quedan las herramientas tecnológicas... y los libros.
Hasta no hace mucho tiempo, los amantes de la literatura negra debían conformarse con poco. Por cuestiones generacionales, Conan Doyle o Agatha Christie se imponían a la hora de comenzar el aprendizaje. Luego llegaría la hora de la oscuridad completa: Poe y sus relatos de pesadilla. Era un mundo fascinante. Todos queríamos ser ese hombre (o mujer en algunos casos) que buscaba la verdad y la justicia valiéndose del raciocinio, de la deducción y de la vitalidad. Estos tres referentes presentaban personajes que investigaban más por placer intelectual que por obligación. Luego llegarían los Hammet, los Chandler, los MacDonald o los Chesterton, que les añadieron a sus respectivos investigadores una impronta humana tan necesaria como lógica. Así lo demostró incluso el genial Umberto Eco, en El nombre de La rosa, un policial sublime. Sus investigadores no podían ser superhéroes. Debían sufrir, sangrar, llorar y tener los mismos vicios que cualquier mortal. Pero no sólo de clásicos vive el hombre. Y por suerte, en los últimos años, nacieron otros paladines, de la mano de autores tan diferentes y distantes como el español Eduardo Mendoza, quien expone literalmente a un loco desde un manicomio, resolviendo crímenes. O al italiano Andrea Camilleri y su serie protagonizada por el Comisario Montalbano. O el alemán Bernhard Schlink, un abogado que nos trae a su Gerd Selb, un ex fiscal de la época nazi. O el noruego K.O. Dahl y su pareja de detectives, compuesta por el inspector Gunnarstranda y su ayudante Frolich. Y por supuesto, a quien hoy por hoy se conoce como el rey del policial negro, el sueco Henning Mankell, el padre del inspector Kurt Wallander.
Mankell reniega de ser un escritor de “policiales”. Advierte que el crimen es un fiel reflejo de la sociedad, por lo que sus vericuetos son el mejor camino para mostrarnos el mundo en que vivimos y hacia dónde vamos. Por eso siente y dice que la mejor historia criminal que leyó es nada menos que Macbeth. El autor, además, es un admirable narrador. Nunca deja de pintar con paleta despojada de eufemismos el ámbito en el que cada una de las investigaciones se desarrolla. Desde una casa vacía hasta un desolado paisaje del sudoeste de Suecia, o la misma comisaría de Ystad, donde primero Wallander y luego su hija Linda prestan servicios.
Movilizar al lector
Las primeras páginas de sus libros siempre son un cachetazo. Con truculencia relata los detalles de cada uno de los crímenes que los protagonistas de sus historias deben dilucidar. Pero antes de comenzar a escribir, el sueco se plantea un paradigma que lo diferencia de sus muchos colegas. No se trata sólo de llenar las páginas de un libro. El pretende sorprender, denunciar, sacar del letargo al lector y movilizarlo. Por eso las tramas sobre las que giran sus investigaciones nunca son sencillas. A lo largo de sus novelas, Mankell desnudó temas como el racismo, los problemas de la juventud, el tráfico de órganos, la criminalidad de la política, la trata de personas, el avance tecnológico o el fundamentalismo religioso. Ante semejante reto se entiende que Wallander deba sobrellevar, además de los casos, una vida caótica.
Admirador de María Callas y obsesivo con el trabajo (los únicos dos puntos que Mankell acepta tener en común con su personaje), el inspector parece vivir derrumbándose. Triste, sombrío, desencantado, abandonado por su esposa, con una hija distante a la que pretende acercarse de a poco, con un padre al borde de la senilidad, el alcohol le gana casi a diario. Pero es un perro de presa. Escapar de él no es tarea fácil. El inspector es un hombre analítico, que muchas veces lo lleva a hacer una semblanza de la sociedad en la que le toca vivir, y sobre la falta de identidad de sus habitantes. “Quiero hacer que el lector se plantee preguntas y reflexione sobre la situación y las condiciones de otras personas”, confesó hace poco Mankell.
Tanta exposición, tarde o temprano, iba a tener sus consecuencias. Y, como suele suceder, la víctima fue el propio Wallander, que vio cómo le llegaba la jubilación para dejar en el centro de la escena a Linda, su hija, quien, a su pesar, se encargaría de seguir sus pasos.
Tan frontal como siempre, Mankell afirma que Wallander nunca le cayó simpático. “No habríamos sido amigos en la vida real”, profundiza el escritor. La despedida del inspector fue en realidad un redescubrimiento: La pirámide es un compilado de cinco relatos que nos retrotrae al pasado del policía, cuando creía que podría cambiar al mundo. Mankell aún sostiene esta utopía. Uno de los datos que más llaman la atención de Wallander es que no usa armas. La razón siempre le gana a la fuerza. La prosa del sueco es un ejemplo acabado de ello. © LA GACETA
Juan Manuel Montero - Periodista, Técnico Superior en Comunicación Social, Editor de Policiales de LA GACETA.