Era un asesino. Un policía que pretendió ser Dios y decidir sobre la vida de los demás. Que a lo largo de su carrera mató unos cinco hombres, tres de ellos al menos ilegalmente. Sus subordinados lo seguían ciegamente. Gran parte de la ciudadanía, aún hoy, creía que él era la única solución para la inseguridad. “Volvé ‘Malevo’” decían periódicamente los foristas de LAGACETA.com. Ferreyra forjó su propia imagen de duro. Su camisa negra, la misma que tenía puesta cuando se mató; su sombrero Panamá, el mismo que cayó de costado cuando la bala le atravesó la cabeza; su cuchillo guardamonte, el mismo que tenía al alcance de la mano antes de quitarse la vida; sus botas de caña alta, con las cuales subió las escaleras del tanque de agua en el que se iba a suicidar; su látigo, el mismo que acariciaba mientras esperaba que los gendarmes lo fueran a buscar. Y su pistola, una Colt calibre 45 con la que hizo el último disparo de su vida. El hombre que decía defender a rajatabla la ley tenía en sus manos una pistola “zurda”. Esto es, un arma ilegal. Le habían borrado todos los números de serie tanto del cañón como del cargador. Esa pistola había sido secuestrada por la Justicia hace dos años, cuando lo investigaban por amenazas, dijeron fuentes judiciales. ¿Cómo llegó de nuevo a sus manos? Lo cierto es que ese hombre que resolvía quién moría y quién vivía en sus años como policía, tomó ayer otra decisión extrema. Y se escapó para siempre de la Justicia.