En la Brigada de Investigaciones sus hombres le tenían pánico. Un día Fernando Verni, que había sido cronista policial de “La Tarde” y de LA GACETA, participó en un partido de fútbol con los policías del “Malevo” y vio que todos dejaban pasar a Ferreyra. Verni le dio un “hachazo” y lo tiró al suelo. “¿Qué te pasa a vos?”, le dijo el “Malevo”, enojado. “Nada, esto es fútbol, ¿o qué creés?”, le contestó Verni. Ese día Ferreyra empezó a respetar al cronista. Hombre de baja estatura, elemental, de vocabulario limitado y de convicciones básicas, para Ferreyra todo era choque de fuerzas; sólo había blancos y negros, no grises, y así lo daba a entender a conocidos y a desconocidos.
Casi no tuve trato con él. Lo vi una o dos veces en Investigaciones y lo entrevisté en la cárcel, en 1994. Por su condición de ex policía no podía estar cerca de gente a la que él había enviado a prisión, y por ello tenía una celda VIP, con baño, living y un patiecito en el que hacía asados. Y un loro. Contó el origen de su apodo: “A los seis años ya era rebelde porque cuando recibía castigo, en vez de pedir clemencia, tenía bronca”. “En cuarto grado dominaba a toda la escuela, porque era peleador. Tenía la rara virtud de que no me pegaban nunca... en la escuela podía pelear por bronca, por dominio de grupo o a veces por juego, por bolillas, o si no, simplemente, porque tenía la aspiración de ser superior”. En esos tiempos se decía que los policías de la Brigada torturaban a los prisioneros. El, obviamente, no lo reconoció. Pero sí dio a entender que sus códigos de rigor se basaban en una curiosa interpretación del bien y del mal.
Era famoso por agarrar a latigazos a los patoteros y por hacerles hacer saltos de rana a los detenidos en la Brigada. Decía que lo hacía para “convertir a los patoteros en ovejitas”: “si usted no es severo con esa gente, a los dos días sale con la ley de Contravenciones y vuelve a hacer una fechoría”, explicó. Por eso le gustaba a la gente, a la que no le importaba que hubiera ejecutado a sangre fría a tres personas en Laguna de Robles. Veía en él a una especie de caudillo menor, ejecutor de una ley violenta. Y él creía ese rol de equívoco justiciero. Así vivió y así murió.