Una cosa es plantear los conceptos “política” y “verdad” situándonos en un plano abstracto o teórico; y otra muy diferente es verlos en la acción, en el hacer concreto. Este doble enfoque no significa, empero, que estén divorciados ambos términos. Por el contrario, los conceptos teóricos son una guía de la acción y permiten aquilatar la medida en que la acción humana se aparta de esa pureza teórica.
Así, en el habla del dirigente político, esa venerable noción de la verdad se encubre bajo un ropaje engañoso; la mentira que, a veces, aparece sin tapujos, sin disfraz; en otras ocasiones, la vemos ocultarse tras el manto sutil de la apariencia.
También quiero recalcar que aparentar, fingir o presentar lo que no es como si fuera tiene un grado de ocultamiento y de perversidad mayor que el de la simple mentira.
Falsas apariencias
Aplicadas estas ideas al dirigente político se muestra claramente que éste juega generalmente a favor de las apariencias, porque son ellas las que coadyuvan al logro de sus beneficios personales. De esta manera, reeditamos el clásico binomio “apariencia y realidad”, cuyas primeras discusiones vieron la luz en el pensamiento griego.
Creo que en el alma del político conviven tanto el espíritu de los sofistas como el del italiano Nicolás Maquiavelo (“El Príncipe”). En efecto, los sofistas exaltaron la apariencia por encima de la verdad y Maquiavelo propuso que el político apele a cualquier medio para defender el Estado, obligado a veces a actuar contra la fe y la humanidad.
¿Cuál es la actitud de los ciudadanos, en especial de quienes recibirán a su hora los halagos de los políticos, esto es, los electores?
La actitud de indiferencia o de ignorancia de la gente deja el campo libre para la palabra engañosa del político, para la locuacidad que pinta los colores de promesas que no han de cumplirse.
El único atajo para afrontar esta situación es la educación ciudadana que enseñe a valorar la verdad distinguiéndola de los extravíos de la mentira.