Un Congreso de Cultura sólo puede resultar de una ocurrencia de funcionarios, y no de genuinos productores de hechos culturales. Un concertista de violín o una randera tucumana perciben lo suyo como un menester de sus instrumentos, de los que emerge el mundo que cada uno de ellos habita. Para incluir esos mundos en el concepto general de cultura hace falta estar fuera de esos orbes, como lo está el antropólogo respecto de una comunidad cuyas costumbres y creencias estudia, o como lo está el político respecto de "esos intelectuales", vaga colectividad cuyo talante crítico puede llegar a serle molesto.
Es cierto que un pintor o un poeta pueden reflexionar sobre el significado social de sus quehaceres, y nunca han sido pocos los artistas que han procurado comprometer su arte con las causas del género humano. Pero ellos deben su condición de creadores a que asumieron esa voluntad en el interior de sus obras, las que así cuajaron sesgadas hacia valores distintos de los estéticos, sin perder por eso nada de su valor como obras de arte. Al contrario, esa clase de motivos, no menos que los religiosos, induce una exaltación que alimenta poderosamente la capacidad creadora. Lo que, en cambio, resulta improbable, es que las conversaciones sobre la función social del arte y, más en general, de la cultura, produzcan obras de arte o de cultura.
Es claro que un empresario de turismo, o un director provincial de ese rubro, pueden advertir que las momias de Llullaillaco y la arquitectura colonial de Salta concitan el interés de numerosos visitantes, por lo que se sabe que hechos culturales pueden significar, al fin, cuantiosas fuentes de divisas; también puede suceder que algunas autoridades noten que, si se enseñan danzas y se organizan torneos en escuelas de barrios marginales, se verifica una mengua de los delitos que se cometen en sus calles y se favorece la inclusión social de sus jóvenes. Tampoco es imposible que algunos perspicaces señalen cómo las sociedades poseedoras de lo que se ha dado en llamar un "capital simbólico" han enfrentado con ventura las adversidades de su historia, mientras que aquellas desposeídas de riqueza espiritual han sucumbido, con frecuencia, aun sin haber tenido que vérselas con circunstancias aciagas.
Esas observaciones, y otras de tipo semejante, son ciertamente plausibles, y no está mal que personas inquietas se propongan administrar la cultura en pro de una sociedad que, según el parecer de esas personas, harto lo necesita. También puede suceder que ese interés de los funcionarios conlleve algunas facilidades - ya que no un mecenazgo - a músicos, artesanos, escritores, etc., que demasiado mal lo pasan en el mercado de bienes y servicios. Y aunque eso de ninguna manera asegura que se producirán obras perdurables, como muchas engendradas a la intemperie, es bueno que la vida de esas gentes creadoras sea un poco menos áspera de lo que suele serlo.
Pero hay quienes van más lejos, hasta sostener que la cultura es una cuestión de Estado, el que debe proponerse con claridad y realizar con determinación una política cultural, indispensable, según ellos, para consolidar la identidad de la Patria, y para construir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.
Esas propuestas, anhelantes de un duro corset ideológico, no desentonan para nada en un Congreso de Cultura, aunque nunca se les hubieran ocurrido, librados a sí mismos, a un concertista de violín ni a una randera tucumana.
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Samuel Schkolnik - Escritor, doctor en Filosofía,
profesor de Etica de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad Nacional de Tucumán.