Crónica de una muerte anunciada

Crónica de una muerte anunciada

Punto de vista I. Por Juan Pablo Lichtmajer - Doctor en Ciencias Políticas - Rector de la Universidad San Pablo-T.

12 Octubre 2008
La política se ocupa de los proyectos colectivos, por lo tanto, el bien común es el objetivo de todo gobierno. Ahora bien, hay distintas formas de llegar a ese objetivo, muchas de ellas no democráticas (monarquías, repúblicas aristocráticas, imperios, teocracias, dictaduras). En 2.500 años de historia, sólo hemos tenido 400 de democracia (200 corresponden a Atenas) y, aún hoy, dos tercios del mundo tienen otras formas de gobierno. Esto es: democracia y buen gobierno no son lo mismo por default.
La tarea de la política democrática es corroborar, día a día, que la democracia es el mejor navío hacia el puerto del buen gobierno. Sería ingenuo y peligroso pensar que ese vinculo está dado y podemos actuar como si fuese indestructible. Si la democracia no se traduce en buen gobierno, entra en riesgo. Para evitarlo, la democracia debe combinar dos factores en tensión permanente: la institucionalidad y el liderazgo, ambos componentes insustituibles de su fórmula. Si la balanza se inclina en exceso a cualquier extremo, la democracia corre riesgo. Las instituciones sin liderazgo no tienen innovación; el liderazgo sin instituciones no tiene control.
Como hay distintas instituciones, hay distintos tipos de liderazgo. El caudillismo es un tipo de liderazgo que no fortalece a la democracia por ser (en sus variadas formas) una relación de intercambio desigual, marcada por la concesión de derechos como si fuesen favores.
En un mundo en el que ha crecido la desigualdad, no sorprende que haya crecido el caudillismo. Si el siglo XIX tuvo caudillos de facciones, en el XX tuvimos caudillismos asociados a los grandes partidos de masas (Yrigoyen y Perón por ejemplo). El caudillo del partido de masas es percibido como un militante, el líder que identifica a sus seguidores ("el primer trabajador").
Ahora bien, desaparecidos los partidos de masas, desaparece esa forma de liderazgo. Esto ocurrió en la Argentina entre los 80 y la actualidad. Los partidos de masas cedieron paso a los partidos o frentes estrictamente electorales. Al mismo tiempo, la progresiva desmantelación del bienestar social estatal, la creciente desigualdad y el fortalecimiento de redes clientelares pusieron a los ciudadanos en una situación más vulnerable, y por lo tanto más propensa a que los derechos sean presentados como favores.
Cuando los partidos se volvieron máquinas electorales, el clientelismo reemplazó al caudillismo. Y el líder se volvió proveedor: el jefe de una red de favores. Esta lógica, por desgracia, atraviesa gran parte del espectro político. Sería difícil encontrar quien se atreva a "tirar la primera piedra".
Contra el sentido común de quienes aseveran que no hay otra forma "exitosa" de hacer política, quiero proponer que el clientelismo no sólo es nocivo, sino que también es inviable para la construcción de liderazgos genuinos. Si el líder se basa en favores, no tiene seguidores, sino clientes. Los clientes no son irracionales (como destaca el sociólogo Javier Auyero) y por lo tanto negocian: son indiferentes ante la debacle del jefe y buscan nuevas fuentes de favores. Son incontenibles en épocas de escasez y, sobre todo, no son leales.
El clientelismo es cada vez más caro, más impredecible y más cruel, por otro lado, cada vez hay menos para repartir si no se administra bien y con transparencia (porque ninguna prosperidad dura para siempre, y menos en Argentina). Ocurre que del clientelismo, se sale con ética, con visión de futuro y sobre todo con mucha creatividad. No estoy seguro de que estas condiciones abunden en nuestra dirigencia. La ética cede ante el pragmatismo, la visión de futuro ante la inmediatez y la creatividad ante el conservadurismo mediocre.
El liderazgo es tan importante como las instituciones, mas no el liderazgo caudillista y menos el clientelar. Creo en el liderazgo como hegemonía y articulación de demandas, no como intercambio desigual de favores. El clientelismo es una lógica autodestructiva: se sostiene sobre bases ilusoriamente fuertes. En épocas difíciles, se esfuman. El buen gobierno no sólo es un imperativo ético sino también una necesidad de supervivencia para la política democrática. En la medida en que haya más clientelismo, mayor será la brecha entre democracia y buen gobierno y por lo tanto, mayor el riesgo para nuestras sociedades. Quienes creen que el buen gobierno es para los idealistas, se equivocan. El buen gobierno es la política del futuro: lo demás pronto será pasado.

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