Mozart, el experimento erróneo
Por Sebastián Dozo Moreno, para LA GACETA - Buenos Aires. Mozart fue eternamente niño. Y cuando dejó de serlo en el aspecto cronológico del asunto, su niñez sempiterna se convirtió en un don. Antes de ello, cuando seguía siendo legítimamente infante, trataron de probar que era un adulto con enanismo. Porque, se sabe, a lo largo de la historia, grandes mediocres hubo siempre.
Mozart fue un niño siempre, porque fue siempre su alma, y el alma es siempre niña, porque no tiene edad. Se habla de la edad de los niños, pero lo que hace de los niños seres tan encantadores es que carecen de edad. No pertenecen todavía plenamente a este mundo mudable; a sus agitaciones y avatares. Están como inmersos en un mar tibio que los mantiene protegidos y aislados, como si aún no hubiesen dejado del todo el seno materno. Su piel conserva aún la suavidad del agua; su cráneo es todavía caracola en la que resuenan los ecos marinos del útero abisal. Y algo más: su cuerpo posee aún dos corazones: el propio y el que aún late al unísono con el de la madre, como pálpito de luz. Mientras que la mayoría de los hombres pierden primero ese corazón astral, y luego el propio de carne y sangre, Mozart no sólo conservó hasta el fin esos dos corazones, sino que aún agregó a su pecho un tercero, y un cuarto, y un quinto corazón, al vivir en concordancia con el alma sinfónica del universo, por obra y gracia de su genio sin par.
La diferencia entre Zorba y Mozart es que, si el primero sabía danzar al ritmo báquico de la Naturaleza, el segundo era la Naturaleza misma danzando en la tierra la música de las esferas; y si Zorba tocaba un instrumento y filtraba en su arte sus disonancias propias, Mozart era el instrumento mismo tocado por la Naturaleza y no había en él cabida para las inarmonías del mal. Por eso Beethoven dijo de él: "Lo que me distancia de Mozart es que mientras que yo tuve que aprender música, él nació sabiéndola", que vale tanto como decir que Mozart era la música encarnada, sólo como pudieron serlo Orfeo o el dios Pan, con su mágica flauta.
Pero, aunque Mozart fue siempre un niño, y muy especialmente cuando dejó de serlo (porque entonces su eterna infancia se manifestó como un don de su naturaleza, y no ya como un período necesario del vivir), en la etapa de su infancia "cronológica" muchos cuestionaron la autenticidad de su genio, poniendo en duda la autenticidad de su infancia. "Un niño jamás podría tocar el piano de ese modo -decían los adultos, escandalizados-, y mucho menos componer esa música". La torpeza de esta sospecha es mayúscula, porque en rigor de verdad sólo un niño podía componer una música de una pureza, una espontaneidad y una gracia semejantes. Sólo el corazón de un niño podía ser la divina caja de música del Verbo; sólo un niño podía ser el instrumento dilecto de los dioses y el intérprete fiel de la partitura cósmica que vislumbró Pitágoras. Pero así sucede en la vida de los genios: los necios, al verlos, se desgarran las vestiduras, protestan, cuestionan, se retuercen en el húmedo antro de su envidia y atribuyen el milagro del que son testigos indignos a causas vulgares, como la locura, la neurosis, el capricho de la química, la represión patológica de los deseos... o simplemente, el fraude.
Si las enfermedades del alma fueran tan visibles como lo son a veces las del cuerpo, entonces veríamos cómo sufre el alma un acceso de epilepsia durante un ataque severo de envidia: el alma se pone primero lívida, pierde noción del espacio y del tiempo, siente que en torno de sí se hace un vacío absoluto y que ha comenzado a girar dentro de un cilindro invisible, tal como si cayera en un círculo del infierno... Luego rueda por tierra con los ojos en blanco y se agita con horribles convulsiones, tratando de arrojar por la boca al demonio que la ha poseído. Esto no sería nada, claro está, si la escoria de ese ataque no salpicara las frentes puras y los corazones desprevenidos.
La miopía de Barrington
Mozart tenía nueve años tan sólo, pero el escocés Barrington no creía en Mozart. Creer en él equivalía a creer en su propia mediocridad, y eso no podía permitirlo. Igual que Nietzsche, Barrington podría haber dicho: "¿Cómo soportaría que Dios existiera, si yo no pudiera ser también a mi vez, Dios?" Mozart no podía ser un niño; el rufián de su padre había logrado embaucar a todo el mundo, legos y melómanos; pero a él no habría de engañarlo tan fácilmente. Lo sometería a varias pruebas de autenticidad, como se somete un objeto a la prueba del carbono 14; y todos verían que ese niño no era ningún niño, sino un hombre que había quedado pequeño por alguna atrofia desconocida. Demostraría la antigüedad del genio de aquel supuesto niño, lo que, en ese momento, significaba demostrar la invalidez de su genio.
Durante varios días, a lo largo de interminables sesiones musicales, Barrington sometió al niño a interrogatorios, a improvisaciones en el clavecín, y a la aguda perspicacia de sus amigos... Y mientras duraba el experimento, pidió información al cura de la Parroquia de San Pedro de Salzburgo, a fin de obtener las fechas de nacimiento y bautismo de Wolfang Amadeus Mozart... (¿No bastaba con ver que, providencialmente, Amadeus significa "el amado de Dios"?)
Mozart, naturalmente, pasó airoso todos aquellos exámenes y la información que remitió el abad de la Parroquia de San Pedro avaló la edad del pequeño, pero ni Barrington ni sus amigos (por adular al anfitrión) querían convencerse de que aquello que veían era cierto. Sin embargo, un hecho fortuito forzó al obtuso escocés a creer en la autenticidad del genio de Mozart, es decir, en la edad de aquel niño.
Una impostura imposible
Una tarde, Mozart estaba sentado al clavecín, como tantas otras veces, ante la mirada escrutadora de sus examinadores. El uno lo miraba con la lupa de la desconfianza; el otro, con la lente de la enconada envidia, que distorsiona y empequeñece al mundo; el de más allá, con el ojo de vidrio de la estupidez humana... Y unos y otros ya comenzaban a ver en el perfil del niño un rasgo de enanismo; y en la comisura de sus labios, un rictus de ironía; y en sus dedos y rodillas, signos de malformación, y protuberancias inexistentes...
Sólo por momentos, la música los distraía de sus mezquindades y los alzaba en vilo a una dimensión más limpia, donde los hombres se miran como hermanos, y no ya como parias y enemigos, fieras vestidas y míseros incurables; y entonces lo que descubrían delante de ellos era un niño pequeño, de rostro ingenuo y sonrosado, que hacía hablar el clavecín en una lengua nunca antes oída. Pero el éxtasis era breve y la pesantez de la mezquindad humana podía más que todas aquellas bondades y levitaciones; y entonces el ceño de los jueces volvía a arrugarse y la garganta a cerrarse con el pasmo de la tos burguesa (que quiebra el silencio purísimo de la expectación generosa); y los brazos y las piernas, a cruzarse en cobarde actitud defensiva. Y el niño, nuevamente, era un impostor, y su música un embuste hecho a medida para los crédulos ignorantes, que tan livianamente creían hoy en Mozart, y mañana en ángeles y duendes visitadores.
Pero he aquí que aconteció lo imprevisto... En el salón se introdujo, repentinamente, un gato. Un gato negro, pequeño, de movimientos blandos y ronroneo continuo. En busca de calor humano se acercó a Barrington, y se le enredó en los tobillos obsequioso y con el pelaje erizado. Al no recibir ni una caricia de parte de su dueño, que observaba inquisidor a su víctima, el felino, en busca de un amante más atento, fue a refregar su redondeada mejilla en la pierna de un obeso espectador que fingía sumo interés en aquel experimento, y en realidad imaginaba con los ojos vidriosos cuáles serían los manjares de esa velada... El gato, en un arrebato de femenina pasión, sacó a relucir las uñas y se las clavó al sibarita en una pantorrilla; este, sobresaltado, alzó la pierna bruscamente y levantó por el aire al sinuoso animal, provocando la admiración de los presentes y, sobre todo, de Barrington, que no podía creer que alguien maltratara de ese modo una de sus mascotas (los torturadores de niños y los misántropos suelen mostrarse especialmente tiernos con los animales, incapaces, como son, de afectos superiores). Pero no hubo tiempo para enojos, porque el gato, asustado, se alejó corriendo de aquellos fríos tertulios y fue a pasar como una exhalación por encima de los zapatos lustrosos del pequeño Amadeus, que en ese momento improvisaba una música admirable. Mozart, para asombro de todos, se levantó entonces de un salto de su banquillo de acusado y salió corriendo a su vez detrás del animal, con la esperanza de alcanzarlo y jugar con él por un rato.
Los hombres se quedaron mirándose estupefactos, mientras los últimos sonidos del clavecín se apagaban en el aire inmóvil. Entonces Barrington se puso de pie y expuso al fin, resignado, el resultado del experimento: "Caballeros -dijo gravemente, con los ojos fijos en el instrumento abandonado-, lo han visto ustedes con sus propios ojos: Wolfgang Amadeus Mozart es un niño", y se dieron por concluidas las sesiones.
Ciertamente, el experimento de Barrington fue un completo absurdo, porque, según dijimos, sólo un niño podía componer una música semejante. El experimento acertado y honesto habría sido demostrar, muchos años después, que el hombre que componía esa divina música no era un hombre adulto, sino un niño eterno llamado Mozart. © LA GACETA