20 Julio 2008
“Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina, […] por voluntad y elección …” Preámbulo de la Constitución Nacional de 1853.
Dentro del sintagma que titula esta nota, la voluntad ocupa el primer término, lo cual da a entender que es previa a la elección y, desde luego, a la decisión, y más importante que ella.
Pero la voluntad no es rígida ni inamovible: puede torcerse, o puede quebrarse. O puede atarse. O puede entregarse.
¿Qué factores intervienen para violentarla, torcerla o cambiarla o estafarla?
Tanto la historia como la literatura brindan algunas respuestas:
La ignorancia, el miedo, carencias de todo tipo, intereses subalternos, falta de escrúpulos.
Sarmiento escribió una sentencia inolvidable: “Las ideas no se degüellan”. Pero la experiencia colectiva ha demostrado muchas veces, que pueden sepultarse. Dentro de este variado espectro, ejemplo claro es el de los políticos que saltan el cerco. ¿Cuáles fueron y cuáles son sus ideas, sus ideales, sus principios? ¿O hay que hablar, más bien, de intereses? ¿Y la integridad? Ha caído en desuso al igual que la palabra que la nombra. Literalmente existe (“un sueldo íntegro”) pero figuradamente, no: “hombres íntegros” pocos se ven.
El mismo Sarmiento dice, en el Facundo: “Un pueblo bárbaro elegirá siempre a Rosas”. En este caso, subyace un problema serio: la voluntad anulada, torcida o desviada por la ignorancia, por el abandono, porque así conviene a intereses subalternos de grupos que detentan el poder y en cuyas manos está la posibilidad de cambiar las cosas mediante la educación (para que el individuo pueda ejercer su voluntad a sabiendas y no cegado por la ignorancia) pero que no las modifican porque no conviene a sus fines.
De ahí la importancia, para los inescrupulosos, tanto de la pobreza como de la incultura, que les sirven como instrumentos de dominación.
Pero la incultura, el miedo, las carencias, sumados al autoritarismo pueden combinarse en un coctail demoledor. Estos elementos, como instrumento de dominio, se objetivan reiteradamente en el Martín Fierro:
A mí el Juez me tomó entre ojos / en la última votación. / Me le hice el remolón / y no me arrimé aquel día / y él dijo que yo servía / a los de la exposición… / Cantando estaba una vez / en una gran diversión / y aprovechó la ocasión / como quiso, el Juez de Paz: / arremetió y ahí nomás / hizo una arriada en montón.
Tanto los jueces de Paz, como las autoridades de distrito, eran, en aquella época (hoy no, ¿verdad?) los punteros de los cabezones políticos. Así lo han denunciado voces y plumas (¡qué antigualla!) autorizadas: Ezequiel Martínez Estrada, sin ir más lejos.
¿Qué le daban al pobre gaucho para ganar su voluntad de votar? Nada. Sólo la amenaza. Sólo el miedo. En esa época, con la pampa inmensa, abundaban las vacas, podían canjearse -“por yerba, tabaco y trago”- la cerda de los yeguarizos sueltos, o las plumas de avestruz. Comida no faltaba. No se conocía la desnutrición, ni siquiera entre los indios, que tenían, sí, otros padecimientos. En consecuencia, no hubieran tenido sentido - no eran instrumento ni conocido ni útil - los modernos bolsones utilitarios, los planes, los…
Los punteros políticos manejaban otras armas, además de la ignorancia y del miedo: el secuestro de la papeleta, por ejemplo. ¿Similar a las “cadenas de votantes”, que suelen aparecer hoy en algunas partes? Una respuesta positiva a esta pregunta sería alarmante, patética y estremecedora.
Las diversas ataduras
Es cosa sabida que la libertad representa el poder de elegir entre dos actos, o entre la acción y la abstención. ¿Era libre para votar el gaucho argentino de la segunda mitad del siglo XIX? Sabía que si ganaban unos o ganaban otros, él seguiría en la misma condición. Entonces elegía: no concurrir al comicio.
Ahí, aun a riesgo de perder su libertad física, el gaucho, paradójicamente, ejercía su libertad moral, “una prerrogativa de la voluntad”(1). Pasa lo mismo con aquel que recibe el bolsón o el plan y después vota por quien su voluntad le indica.
A veces, en el caso del gaucho, su poder de decisión estaba atado por el miedo o la amenaza. En los tiempos que corren, las ataduras se han cambiado por medios más sutiles: cierto es que puede atarse la voluntad con un bolsón; esto en los ámbitos socioeconómicos más bajos pero ¿qué pasa más arriba? Se tuerce y se sojuzga la libertad con la prebenda. Y aquí el proceso es más perverso porque así se ha atado también la dignidad. No se puede comprar lo que no está en venta.
Nos preguntamos cómo juega la moral en estos casos, cuando se tiene conciencia de la ilegitimidad de los fines. Y qué pasa con los imperativos de la conciencia ¿O no hay conciencia?
Arthur Schopenhauer(2) habla de “la libertad de la voluntad” como “lo más serio que existe porque todo depende de ella”. Y agrega: “no puede depender de ninguna otra cosa ni en su existencia ni en su esencia, ni en sus procedimientos”. ¿Qué pasa, entonces, con aquellos que la sojuzgan por cualquiera de los motivos antes señalados?
Volvamos al título: ¿Todos los que eligen en este país, lo hacen en ejercicio de su propia voluntad, o hay algunos que la cedieron o la vendieron para que otro disponga de ella a su manera?
Y en ese caso ¿quién ejerce el derecho de elegir?
Pasa el tiempo y arrastra ciertos hábitos, respeta algunos e instaura otros nuevos, o no tan nuevos.
Juan Bautista Alberdi fue rector por doce años de la Universidad de Buenos Aires desde 1861. ¿Habrá hecho lobby o su idoneidad, su preparación, su inteligencia y su prestigio así lo imponían?
Es que no siempre en este país -en cualquier orden de cosas- las candidaturas surgieron por idoneidad. Basta leer Las divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira, para destapar un amplio friso de tejemanejes, candidaturas prefabricadas, ignorantes al poder, pisoteo de la capacidad si no cuenta con respaldo político, etcétera.
Ejercer la voluntad para elegir es no sólo una cuestión de principios; hay muchos factores en juego. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que en nuestro país se pongan las cosas en su lugar y se cumpla la sentencia de Sarmiento: ”¡Bárbaros, las ideas no se degüellan!”?
© LA GACETA
Alba Omil - Escritora, editora, licenciada
en Letras y profesora de la Universidad
Nacional de Tucumán.
Notas
1. Foulquié, Paul: La volonté. Paris. 1951
2. El mundo como voluntad y representación. 1819
Dentro del sintagma que titula esta nota, la voluntad ocupa el primer término, lo cual da a entender que es previa a la elección y, desde luego, a la decisión, y más importante que ella.
Pero la voluntad no es rígida ni inamovible: puede torcerse, o puede quebrarse. O puede atarse. O puede entregarse.
¿Qué factores intervienen para violentarla, torcerla o cambiarla o estafarla?
Tanto la historia como la literatura brindan algunas respuestas:
La ignorancia, el miedo, carencias de todo tipo, intereses subalternos, falta de escrúpulos.
Sarmiento escribió una sentencia inolvidable: “Las ideas no se degüellan”. Pero la experiencia colectiva ha demostrado muchas veces, que pueden sepultarse. Dentro de este variado espectro, ejemplo claro es el de los políticos que saltan el cerco. ¿Cuáles fueron y cuáles son sus ideas, sus ideales, sus principios? ¿O hay que hablar, más bien, de intereses? ¿Y la integridad? Ha caído en desuso al igual que la palabra que la nombra. Literalmente existe (“un sueldo íntegro”) pero figuradamente, no: “hombres íntegros” pocos se ven.
El mismo Sarmiento dice, en el Facundo: “Un pueblo bárbaro elegirá siempre a Rosas”. En este caso, subyace un problema serio: la voluntad anulada, torcida o desviada por la ignorancia, por el abandono, porque así conviene a intereses subalternos de grupos que detentan el poder y en cuyas manos está la posibilidad de cambiar las cosas mediante la educación (para que el individuo pueda ejercer su voluntad a sabiendas y no cegado por la ignorancia) pero que no las modifican porque no conviene a sus fines.
De ahí la importancia, para los inescrupulosos, tanto de la pobreza como de la incultura, que les sirven como instrumentos de dominación.
Pero la incultura, el miedo, las carencias, sumados al autoritarismo pueden combinarse en un coctail demoledor. Estos elementos, como instrumento de dominio, se objetivan reiteradamente en el Martín Fierro:
A mí el Juez me tomó entre ojos / en la última votación. / Me le hice el remolón / y no me arrimé aquel día / y él dijo que yo servía / a los de la exposición… / Cantando estaba una vez / en una gran diversión / y aprovechó la ocasión / como quiso, el Juez de Paz: / arremetió y ahí nomás / hizo una arriada en montón.
Tanto los jueces de Paz, como las autoridades de distrito, eran, en aquella época (hoy no, ¿verdad?) los punteros de los cabezones políticos. Así lo han denunciado voces y plumas (¡qué antigualla!) autorizadas: Ezequiel Martínez Estrada, sin ir más lejos.
¿Qué le daban al pobre gaucho para ganar su voluntad de votar? Nada. Sólo la amenaza. Sólo el miedo. En esa época, con la pampa inmensa, abundaban las vacas, podían canjearse -“por yerba, tabaco y trago”- la cerda de los yeguarizos sueltos, o las plumas de avestruz. Comida no faltaba. No se conocía la desnutrición, ni siquiera entre los indios, que tenían, sí, otros padecimientos. En consecuencia, no hubieran tenido sentido - no eran instrumento ni conocido ni útil - los modernos bolsones utilitarios, los planes, los…
Los punteros políticos manejaban otras armas, además de la ignorancia y del miedo: el secuestro de la papeleta, por ejemplo. ¿Similar a las “cadenas de votantes”, que suelen aparecer hoy en algunas partes? Una respuesta positiva a esta pregunta sería alarmante, patética y estremecedora.
Las diversas ataduras
Es cosa sabida que la libertad representa el poder de elegir entre dos actos, o entre la acción y la abstención. ¿Era libre para votar el gaucho argentino de la segunda mitad del siglo XIX? Sabía que si ganaban unos o ganaban otros, él seguiría en la misma condición. Entonces elegía: no concurrir al comicio.
Ahí, aun a riesgo de perder su libertad física, el gaucho, paradójicamente, ejercía su libertad moral, “una prerrogativa de la voluntad”(1). Pasa lo mismo con aquel que recibe el bolsón o el plan y después vota por quien su voluntad le indica.
A veces, en el caso del gaucho, su poder de decisión estaba atado por el miedo o la amenaza. En los tiempos que corren, las ataduras se han cambiado por medios más sutiles: cierto es que puede atarse la voluntad con un bolsón; esto en los ámbitos socioeconómicos más bajos pero ¿qué pasa más arriba? Se tuerce y se sojuzga la libertad con la prebenda. Y aquí el proceso es más perverso porque así se ha atado también la dignidad. No se puede comprar lo que no está en venta.
Nos preguntamos cómo juega la moral en estos casos, cuando se tiene conciencia de la ilegitimidad de los fines. Y qué pasa con los imperativos de la conciencia ¿O no hay conciencia?
Arthur Schopenhauer(2) habla de “la libertad de la voluntad” como “lo más serio que existe porque todo depende de ella”. Y agrega: “no puede depender de ninguna otra cosa ni en su existencia ni en su esencia, ni en sus procedimientos”. ¿Qué pasa, entonces, con aquellos que la sojuzgan por cualquiera de los motivos antes señalados?
Volvamos al título: ¿Todos los que eligen en este país, lo hacen en ejercicio de su propia voluntad, o hay algunos que la cedieron o la vendieron para que otro disponga de ella a su manera?
Y en ese caso ¿quién ejerce el derecho de elegir?
Pasa el tiempo y arrastra ciertos hábitos, respeta algunos e instaura otros nuevos, o no tan nuevos.
Juan Bautista Alberdi fue rector por doce años de la Universidad de Buenos Aires desde 1861. ¿Habrá hecho lobby o su idoneidad, su preparación, su inteligencia y su prestigio así lo imponían?
Es que no siempre en este país -en cualquier orden de cosas- las candidaturas surgieron por idoneidad. Basta leer Las divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira, para destapar un amplio friso de tejemanejes, candidaturas prefabricadas, ignorantes al poder, pisoteo de la capacidad si no cuenta con respaldo político, etcétera.
Ejercer la voluntad para elegir es no sólo una cuestión de principios; hay muchos factores en juego. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que en nuestro país se pongan las cosas en su lugar y se cumpla la sentencia de Sarmiento: ”¡Bárbaros, las ideas no se degüellan!”?
© LA GACETA
Alba Omil - Escritora, editora, licenciada
en Letras y profesora de la Universidad
Nacional de Tucumán.
1. Foulquié, Paul: La volonté. Paris. 1951
2. El mundo como voluntad y representación. 1819
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