No estamos obligados a repetir el pasado

No estamos obligados a repetir el pasado

Punto de vista. Por Dr. José Azar - Psicoanalista.

06 Julio 2008
La efectividad de una ley, cualquier que ella sea, está dada por el eficaz cumplimiento de las dos partes de que ella consta: una exigencia o prohibición y una promesa. Precisamente, la facultad de hacer promesas es lo que diferencia a la vida humana de la animal. Es la fuerza de la mutua promesa lo que mantiene unidas a las personas. Cuando esta facultad se usa mal se pierde su carácter vinculante y, así, toda empresa está condenada al fracaso.
Ninguna sociedad es posible allí donde las palabras no tienen un principio de fuerza ligante y donde nadie les da crédito. La sociedad es posible porque las palabras tienen valor tal que decir algo que se cree verdadero, algo de lo que la palabra como promesa anuncia, puede ser cumplido. Por el contrario, cuando poco o nada de lo prometido se cumple se produce una ruptura del lazo que establecen las partes; se rompe lo vinculante y, habitualmente, cada uno adjudica al otro la culpabilidad de la ruptura. Egoístas y mezquinos, cual pareja desavenida, son los significantes que insisten por los dos lados en el conflicto que, una vez más, nuestro país repite. ¿Y no es, acaso, la promesa el principal ofrecimiento de los políticos, de toda política, desde la que los padres tienen con sus hijos, hasta cualquier posicionamiento partidista?

Las convicciones y la orden del amo
Especial y compleja situación se le plantea en momentos críticos a aquel que optó por un posicionamiento político activo y que, por lo tanto, se unió a otros en una estructura por compartir una promesa común -llamémosla así a la idea central que rige un posicionamiento político-, cuando las directivas partidarias le comienzan a ser ajenas a sus convicciones, cuando la decisión que debe tomar en pos de la cohesión del partido está reñida con sus convicciones.
Una posibilidad es plantear sus dudas más allá de lo que el amo de turno decida y correr los riesgos que eso conlleva respecto de sus correligionarios al hacer pública la diferencia, esencia misma de la promesa de la democracia: el respeto por la diferencia. La otra es cerrar los ojos y oídos ante la evidencia y responder por la voz del amo, entregándole su subjetividad al otro, para que él decida, banalizando su accionar al perderse en la catadora masa partidaria.
Metáfora misma de la promesa incumplida pareciera ser nuestro país que, como aquel que fracasa al triunfar, repite un destino de fracaso. Otra vez, una vez más, acorralados por los dueños del poder o por los dueños de la tierra, en fin, por los que mandan, que en el viejo lenguaje de los sueños son los padres –de la patria se los llamó en una época- que traicionaron la palabra dada y que no dudan en venderse al mejor postor, aun cuando esto acarree llevar a sus hijos a laberintos que parecen no tener salida.
En vez del pacto de la confianza de la palabra lo que se instala es la desconfianza de que una nueva traición se avecina y es lo que, agoreramente, de los dos lados anuncian. Pero también sabemos que la adversidad no es ajena a la propia historia, que el destino es el pasado que se nos viene y que no sólo es condena, sino también promesa de que las cosas pueden llegar a no ser la eterna repetición de lo mismo al hacernos responsables -de sí- ante los otros, desde el lugar que cada uno decidió ocupar en la vida.   

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