06 Abril 2008
Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: "Viva la patria" sino que dijo:
"No me dejen solo, hijos de puta". Después no quiero recordar más". Rodolfo Walsh, en el prólogo de Operación Masacre.
En 122 de los 230 mármoles que hay al pie de las cruces del cementerio argentino en Darwin se puede leer "sólo conocido por Dios". Entonces se advierte que en esa necrópolis falta una tumba. La de una víctima temprana, y sin embargo no declarada, de la Guerra de las Malvinas. Falta la lápida para la verdad.
Porque la verdad no ha sido identificada en la historia de este enfrentamiento. Tal vez esté condenada a ser "sólo conocida por Dios", lo cual no es ningún consuelo para los que no tienen Dios, así como tampoco para los que tienen uno y están convencidos de que El nada tiene que ver con el infierno de un conflicto bélico.
Ni siquiera se sabe a ciencia cierta cuántos son los argentinos que dejaron su vida aquí. Mucho menos, cuáles fueron. Pero la verdad no sólo no está sino que tampoco es buscada.
Hay una isla, como la Gran Malvina, llena de argentinos que sostienen que aquellos 74 días de muerte fueron el producto de la locura de los militares. Y al frente hay una isla como la Soledad con otros tantos argentinos reivindicando lo ocurrido como una verdadera hora argentina.
En las Sandwich del Sur no hay lugar para contener a los que condenan que se enviara a batallar a chicos mal adiestrados y sin equipamiento; y a los que advierten que los conscriptos eran verdaderos soldados de la patria convencidos de que había que venir a defender la soberanía, y que volverían a hacerlo.
En las Georgias del Sur no cabrían todos los que libran la sorda interna de veteranos que, 26 años después de la guerra, sigue enfrentando a ex soldados con ex oficiales. Mucho menos entrarían los que medran con esa pelea.
Tampoco alcanza la Antártida para los que repudian como crimen de guerra el hundimiento del ARA General Belgrano, y los que se indignan con esa postura y dicen que se mancilla a los que murieron allí, peleando por las Malvinas, cuando se los reduce a víctimas.
Y para qué hablar de los campos minados que hay en los contornos de estos y otros debates sordos, preparados por quienes esperan cualquier paso en falso para hacer apología de la última dictadura militar, con trampas antipersonales que explotan para encumbrarla o para victimizarla.
Pero la verdad está en las Malvinas. Tirada en sus praderas, montañas, espolones, rocas, páramos y playas. Regada en los pertrechos, las posiciones de batalla y los huecos que dejó la artillería. Pudriéndose en las tumbas inglesas de San Carlos y en las tumbas argentinas de Darwin. Porque en la Guerra de Malvinas, como en todas las guerras, la única verdad es la muerte. Todo lo demás es mentira.
"No me dejen solo, hijos de puta". Después no quiero recordar más". Rodolfo Walsh, en el prólogo de Operación Masacre.
En 122 de los 230 mármoles que hay al pie de las cruces del cementerio argentino en Darwin se puede leer "sólo conocido por Dios". Entonces se advierte que en esa necrópolis falta una tumba. La de una víctima temprana, y sin embargo no declarada, de la Guerra de las Malvinas. Falta la lápida para la verdad.
Porque la verdad no ha sido identificada en la historia de este enfrentamiento. Tal vez esté condenada a ser "sólo conocida por Dios", lo cual no es ningún consuelo para los que no tienen Dios, así como tampoco para los que tienen uno y están convencidos de que El nada tiene que ver con el infierno de un conflicto bélico.
Ni siquiera se sabe a ciencia cierta cuántos son los argentinos que dejaron su vida aquí. Mucho menos, cuáles fueron. Pero la verdad no sólo no está sino que tampoco es buscada.
Hay una isla, como la Gran Malvina, llena de argentinos que sostienen que aquellos 74 días de muerte fueron el producto de la locura de los militares. Y al frente hay una isla como la Soledad con otros tantos argentinos reivindicando lo ocurrido como una verdadera hora argentina.
En las Sandwich del Sur no hay lugar para contener a los que condenan que se enviara a batallar a chicos mal adiestrados y sin equipamiento; y a los que advierten que los conscriptos eran verdaderos soldados de la patria convencidos de que había que venir a defender la soberanía, y que volverían a hacerlo.
En las Georgias del Sur no cabrían todos los que libran la sorda interna de veteranos que, 26 años después de la guerra, sigue enfrentando a ex soldados con ex oficiales. Mucho menos entrarían los que medran con esa pelea.
Tampoco alcanza la Antártida para los que repudian como crimen de guerra el hundimiento del ARA General Belgrano, y los que se indignan con esa postura y dicen que se mancilla a los que murieron allí, peleando por las Malvinas, cuando se los reduce a víctimas.
Y para qué hablar de los campos minados que hay en los contornos de estos y otros debates sordos, preparados por quienes esperan cualquier paso en falso para hacer apología de la última dictadura militar, con trampas antipersonales que explotan para encumbrarla o para victimizarla.
Pero la verdad está en las Malvinas. Tirada en sus praderas, montañas, espolones, rocas, páramos y playas. Regada en los pertrechos, las posiciones de batalla y los huecos que dejó la artillería. Pudriéndose en las tumbas inglesas de San Carlos y en las tumbas argentinas de Darwin. Porque en la Guerra de Malvinas, como en todas las guerras, la única verdad es la muerte. Todo lo demás es mentira.