06 Abril 2008
HIJO DE UN NATIVO. Matías afirma que en Malvinas “se gana bien”. LA GACETA / ALVARO AURANE (ENVIADO ESPECIAL)
MALVINAS, (por Alvaro Aurane, Enviado Especial).- “Vivir en las islas no es caro: es carísimo”. La advertencia es de Matías Rodríguez, un argentino de 19 años que trabaja como asistente de cocina del restaurante Brasserie, en la capital de las Islas Malvinas. Llegó el 8 de julio de 2006. “Quería, realmente, conocer a mi padre, que no veía desde que tenía ocho años”, confiesa. Su condición de hijo de un isleño es lo que le permite trabajar en el archipiélago, con las ventajas que ello implica: tiene casa y comida pagas.
Conserva casi intacta la tonada de los oriundos de Buenos Aires. Pero la guarda para saludar, en inglés, a los clientes del pub Deano’s, donde se toma una cerveza. Una mesa de pool domina una de las esquinas del rectangular local, en el que se distribuyen una barra ocupada por seis parroquianos y cinco máquinas tragamonedas, sobre una alfombra azul que cubre casi todo el piso. No se pueden tomar fotografías y tampoco entregan tickets por la consumición. Mientras el barman escribe de mala gana un comprobante de pago en una servilleta, en una de las mesas de madera oscura, sentado sobre una banqueta con asiento de pana roja, el joven argentino desentona con el ambiente. Pero es el bar más cercano a su trabajo, que lo ocupa todos los días, salvo los lunes, de 9 a 15 y de 18 a 23.30. “Es mucho, pero vale la pena”, sostiene.
“No tenía idea de qué había en las Malvinas. En la Argentina nunca tuve ni un mínimo panorama al respecto. La verdad, creía que esto era el campo. Y cuando llegué, estaba lleno de camionetas 4x4”, confiesa. Ahora, él también tiene la suya. “Es una Mitsubishi Pajero, usada, pero en excelentes condiciones. Me salió 3.000 libras. Al menos, los autos están baratos. Pero la nafta te duele mucho en el bolsillo”, se ríe. “Tampoco sabía hablar bien en inglés, pero mi novia me enseñó”, aclara.
Matías extraña la Argentina; pero puede volver cinco semanas al año, cuando el restaurante cierra. “La gente me integró rápido. En el restaurante trabajan chilenos, con los que nos hicimos muy próximos. Y tengo amigos isleños, que conocí por mi novia. La gente de acá es buena. Algunos te miran medio raro, en especial los mayores, porque sos argentino. Pero no pasa de ahí. La mayoría te tira buena onda, porque son laburantes, como uno”, se identifica.
“Tuve la suerte de conseguir empleo. Se gana bien, así que mis planes son quedarme mientras esto dure. Y si ya no conviniera vivir aquí, me vuelvo a la Argentina”, proyecta. “Me alcanza para ahorrar y para mandarle plata a mi mamá. Tengo cinco hermanos, y hay que dar una mano”, concluye.
Conserva casi intacta la tonada de los oriundos de Buenos Aires. Pero la guarda para saludar, en inglés, a los clientes del pub Deano’s, donde se toma una cerveza. Una mesa de pool domina una de las esquinas del rectangular local, en el que se distribuyen una barra ocupada por seis parroquianos y cinco máquinas tragamonedas, sobre una alfombra azul que cubre casi todo el piso. No se pueden tomar fotografías y tampoco entregan tickets por la consumición. Mientras el barman escribe de mala gana un comprobante de pago en una servilleta, en una de las mesas de madera oscura, sentado sobre una banqueta con asiento de pana roja, el joven argentino desentona con el ambiente. Pero es el bar más cercano a su trabajo, que lo ocupa todos los días, salvo los lunes, de 9 a 15 y de 18 a 23.30. “Es mucho, pero vale la pena”, sostiene.
“No tenía idea de qué había en las Malvinas. En la Argentina nunca tuve ni un mínimo panorama al respecto. La verdad, creía que esto era el campo. Y cuando llegué, estaba lleno de camionetas 4x4”, confiesa. Ahora, él también tiene la suya. “Es una Mitsubishi Pajero, usada, pero en excelentes condiciones. Me salió 3.000 libras. Al menos, los autos están baratos. Pero la nafta te duele mucho en el bolsillo”, se ríe. “Tampoco sabía hablar bien en inglés, pero mi novia me enseñó”, aclara.
Matías extraña la Argentina; pero puede volver cinco semanas al año, cuando el restaurante cierra. “La gente me integró rápido. En el restaurante trabajan chilenos, con los que nos hicimos muy próximos. Y tengo amigos isleños, que conocí por mi novia. La gente de acá es buena. Algunos te miran medio raro, en especial los mayores, porque sos argentino. Pero no pasa de ahí. La mayoría te tira buena onda, porque son laburantes, como uno”, se identifica.
“Tuve la suerte de conseguir empleo. Se gana bien, así que mis planes son quedarme mientras esto dure. Y si ya no conviniera vivir aquí, me vuelvo a la Argentina”, proyecta. “Me alcanza para ahorrar y para mandarle plata a mi mamá. Tengo cinco hermanos, y hay que dar una mano”, concluye.