27 Enero 2008
A esta hora la gente anda ocupada con sus labores. Con su enamorado trajinar la tierra. Con sus crepúsculos multicolores. Con sus majadas. Ni el domingo abandonan sus obligaciones los ancestrales habitantes de los cerros calchaquíes. Ahí están los Mamaní, los Colque o los Pastrana, hablándose sin decir palabras.
Pero en unos días se recordará a la Pachamama. Entonces sí, nadie llevará a sus animales a pastar en lo alto, donde el Llastay azuza reses. Desde las cumbres bajarán para alegrar el alma y desempolvar sus cajas (redondas lunas de cuero de oveja y vizcacha). Entre todos, alzarán su corazón como apacheta y le ofrendarán un acuyicu a la Pachamama.
Es que en las tierras donde subsiste la tradición andina, el miedo vigila el comportamiento de los hombres. “Opera como un control, porque aquellos que sale a ‘guanaquear’ realizan antes una ofrenda a la Madre Tierra por temor a recibir un castigo”. El que habla es el cacique Mario Quinteros, de la comunidad de Amaicha.
“Esa costumbre la heredamos de nuestros ancestros, es un rito que se remonta a varios siglos atrás. Respetamos a la naturaleza porque tememos que el infortunio nos caiga encima”, dice don Quinteros.
Y no se equivoca. El aborigen forma parte del cosmos. Alcanza con cerrar los ojos para verlo, escucharlo y sentirlo. Pone el acento en la primera sílaba (hábia). Hierve mate cocido y amasa pan que sabe a leña. Sólo descubre al indio quien se mimetiza con el paisaje.
“A más de 500 años de la conquista, la comunidad indígena de Amaicha del Valle aún cobija la esencia que la identifica. Nosotros sólo cazamos un guanaco para alimentarnos. Creemos que si uno mata animales que no necesita, luego los dioses lo castigarán. El temor nos infundió el respeto por la Tierra...”
A sus 41 años, aún se acuerda de doña Margarita, la anciana que cuando niño le curaba la paletilla. “La curandera decía que cuando me asustaba se me caía. Después me tiraba de los pelos para llamar a mi espíritu, porque si uno se asustaba, se iba su alma...”
Pero en unos días se recordará a la Pachamama. Entonces sí, nadie llevará a sus animales a pastar en lo alto, donde el Llastay azuza reses. Desde las cumbres bajarán para alegrar el alma y desempolvar sus cajas (redondas lunas de cuero de oveja y vizcacha). Entre todos, alzarán su corazón como apacheta y le ofrendarán un acuyicu a la Pachamama.
Es que en las tierras donde subsiste la tradición andina, el miedo vigila el comportamiento de los hombres. “Opera como un control, porque aquellos que sale a ‘guanaquear’ realizan antes una ofrenda a la Madre Tierra por temor a recibir un castigo”. El que habla es el cacique Mario Quinteros, de la comunidad de Amaicha.
“Esa costumbre la heredamos de nuestros ancestros, es un rito que se remonta a varios siglos atrás. Respetamos a la naturaleza porque tememos que el infortunio nos caiga encima”, dice don Quinteros.
Y no se equivoca. El aborigen forma parte del cosmos. Alcanza con cerrar los ojos para verlo, escucharlo y sentirlo. Pone el acento en la primera sílaba (hábia). Hierve mate cocido y amasa pan que sabe a leña. Sólo descubre al indio quien se mimetiza con el paisaje.
“A más de 500 años de la conquista, la comunidad indígena de Amaicha del Valle aún cobija la esencia que la identifica. Nosotros sólo cazamos un guanaco para alimentarnos. Creemos que si uno mata animales que no necesita, luego los dioses lo castigarán. El temor nos infundió el respeto por la Tierra...”
A sus 41 años, aún se acuerda de doña Margarita, la anciana que cuando niño le curaba la paletilla. “La curandera decía que cuando me asustaba se me caía. Después me tiraba de los pelos para llamar a mi espíritu, porque si uno se asustaba, se iba su alma...”
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