Un maratón desfiló con las pelucas azules
Las pelucas volaron. Esta vez, la publicidad acertó, y anunció lo que pasaría. No importa si no fue como el perro que sacó la cabeza por la ventanilla del auto o el loro que baila hip hop sobre un cajón. Eso fue lo que pasó en estos dos días de Personal Fest.
Desde el ingreso al club Ciudad de Buenos Aires, la puesta estética hacía perder la noción del lugar del mundo en el que se estaba. Tras pasar los cuatro controles de ingreso, el panorama cambiaba. La recepción estaba a cargo de un grupo de transformistas que, alrededor de una limousine (sí, la de la publicidad del festival), repartían pelucas. Pero no eran sólo azules, sino que había rojas, fucsias, platinadas. La transformación empezaba, y a pocos metros había cómo confirmarlo: espejos de cuerpo entero, bien iluminados (por la noche, por supuesto), permitían arreglar esos pelitos locos que no se acomodaban.
El cambio seguía unos pasos más adentro, con los promotores que repartían calcomanías, volantes, preservativos y unas prácticas guías para no perderse en el predio y saber los horarios de cada show y la ubicación de los escenarios, que no alcanzaba para evitar los desencuentros iniciales.
Caminando por la calle central hacia al escenario principal, a lo largo de más de 200 metros, el espectador desprevenido podía caer dentro de una carpa en la que tres videntes tiraban las cartas, adivinaban la suerte y vaya a saber qué más. Si la persona era solidaria, podía detenerse un poco antes y firmar el petitorio de una ONG que trabaja por la ley del celíaco o, a un costado de allí, optar por donar sus órganos. Y si por error o por el aroma entraba a la siguiente tienda, podía degustar una deliciosa pero dudosa ración de un platillo oriental, por sólo $ 15 la porción.
Las caminatas eran interminables, y sólo alguien muy fanático vio un recital entero. El hecho de que haya cinco escenarios con propuestas tan variadas y atractivas, hizo del Personal Fest un maratón incesante y agotador.
Más adelante, se podían canjear remeras estampadas por baterías de celulares en desuso, o cargar en el aparato de cada uno los contenidos especiales de Personal vía bluetooth. También podía conseguirse, a un módico precio, un termito de plástico con infusiones naturales, o comprar manzanas, o merchandising oficial del festival.
La locura por las pelucas azules puso en riesgo parte de la estética del festival, porque cuentan que desde hace un mes se venden por internet a $ 60 (en la calle costaban $ 20), lo que dejó sin stock a los distribuidores de cotillón. Por eso, se repartieron de todos colores.
Cada escenario mostró una decoración especial, acorde con su nombre. El resto, era sólo cuestión de dejarse llevar por la marea, recorrer el club una y otra vez permitiendo que la peluca volara a su antojo. Al final, con o sin pelos de colores, la necesidad era una sola para todos: elongar, una ducha y a buscar otro rumbo, pero sentados si es posible.